Había una vez en que Iquique olía a pan batido recién salido del horno, a detergente suelto y parafina. Se vendía de todo un poco, un cuarto de azúcar, un cuarto de harina, un cuarto de mortadela y tecito suelto. Si la fortuna te acompañaba, comprabas caramelos con el vuelto… o simplemente la yapa del dueño.
La lista seguía, hilo de bordar, agujas, cinta, elástico, aceitunas, queso, mantequilla, aceite al granel, que se vendía por litro, medio o cuarto. El azúcar y el arroz venían en papel. No se usaba el plástico.
Los despachos no eran solo puntos de venta. Eran puntos de encuentro, pequeños confesionarios del barrio donde se deshojaban secretos como las hojas de otoño. Allí convivían las penas, las alegrías, los sueños, los chismes, los amores y desamores, al ritmo de un «ya no estás más a mi lado corazón», en la radio AM.
Entrabas a buscar un paquete de té, es verdad pero también una palabra cálida, un consejo para el alma.
Cultura barrial pura, tejida junto a los clubes deportivos, las plazas con árboles, la challa y el carnaval a final del verano. ¡Qué hermoso lo que estoy sintiendo! Se me desborda la nostalgia en mi pecho hambriento. ¡Santo Cristo!, por qué no nací en esos años y no en la urbe de cemento.
Bastaba cruzar el umbral de madera para sentirse parte de la familia. En El Morro, en El Colorado, en calles como José Joaquín Pérez, Thompson, Juan Martínez y Serrano. Se saludaba por el nombre o por el apodo, el Chute, el Gringo, Cuico, Ciego, Guate Lápiz, el Negro, el Guapo y el Chino. Se preguntaba por el abuelo, por el niño que tenía fiebre o empacho. Había confianza, hermandad, solidaridad. Y si no alcanzaba el dinero, bastaba con pedir fiao, el clásico ¿me lo anota?. La deuda quedaba anotada en una libreta, y se respetaba como se respeta la palabra.
Así me lo enseñó mi abuelito Domingo.
Los despachos eran templos sencillos con estanterías, vitrinas, cajoneras, sacos con harina o porotos. Los dueños, casi siempre matrimonios, y de origen chino, conocían a cada cliente como la palma de su mano. Magos, sabían cuál pan le gustaba a cada niño y a qué hora pasaría el cartero o el afilador de cuchillos.
Cuando llegaba el invierno, ese tránsito silencioso , pero especial en el norte querido, se asomaba la camanchaca, fantasmal, en la línea del tren. Y con ella, también el olor progreso. Como señala el profe Bernardo Guerrero, “Iquique le vendió el alma al diablo «. En consecuencia llegaron los supermercados, las cajas, los códigos de barra, las ofertas sin alma. Y los despachos fueron cerrando paulatinamente sus cortinas.
Algunos se transformaron en bodegas, otros en recuerdos. Son muy pocos o casi ninguno, toda vez que resisten como faros en medio de la ciudad de cemento.
¡Qué nostalgia mirar una esquina!, donde alguna vez estuvo un despacho.
No por el producto que ya no se vende sino por la historia que ya no se cuenta.
Porque los despachos no eran negocios.
Eran parte de nuestra identidad nortina. Y allí, en ese gesto cotidiano de fiar con la mirada, había algo profundamente humano, la confianza, la palabra y el calor de vecinos que cuidaban una palabra hermosa llamada familia.
Me acuerdo del chino Armando, otro de apellido Fam en calle Juan Martínez y tú.
Sonia Pereira Torrico
Fotografía: Gentileza de Hernán Pereira Palomo
