- Por Juan Pablo Catalán, académico de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales Universidad Andrés Bello.
Chile fue testigo de un momento histórico: la Cumbre Mundial sobre Docentes. Por primera vez, ministros, académicos, sindicatos y organismos internacionales pusieron en el centro a quienes sostienen el derecho más poderoso de todos: la educación. El Consenso de Santiago nos recordó que el mundo enfrenta un déficit cercano a 44 millones de docentes para 2030 (UNESCO, 2024). La magnitud de esa cifra no es un dato frío, sino un grito de alerta: sin profesores, los sistemas educativos están destinados a colapsar.
Nuestro país fue anfitrión de discursos que conmovieron, como el del presidente Boric, quien dijo que “la educación no puede esperar”. Pero lo que urge hoy es que esas palabras se encarnen en hechos. Porque la docencia tampoco puede esperar. Los profesores chilenos sabemos que esta profesión no se mide en balances contables, sino en las huellas que dejamos en nuestros estudiantes. No pedimos únicamente mejores salarios —aunque son necesarios—, pedimos algo más profundo: volver a ser reconocidos como actores sociales imprescindibles, como aquellos que creen que cambiar el mundo sí es posible a través del amor por enseñar.
La OCDE (2021) ha señalado que la docencia en Chile carece de atractivo por la sobrecarga y la escasa valoración social. La OEI (2023) advierte que, sin un desarrollo profesional continuo y condiciones dignas, la docencia se volverá una profesión frágil, incapaz de enfrentar los retos de la inteligencia artificial, la diversidad cultural y la desigualdad. Y el propio MINEDUC (2023) reconoce que aún persisten brechas en la retención de docentes y en la matrícula en pedagogías. Entonces, ¿de qué sirve acoger al mundo en una cumbre si no somos capaces de honrar sus acuerdos en nuestras propias aulas?
La propuesta es clara y urgente: transformar el consenso en acción. Necesitamos un pacto social por la docencia que garantice estabilidad laboral, desarrollo profesional de calidad y, sobre todo, respeto. Resignificar la labor docente significa devolverle el estatus que nunca debió perder: ser un pilar de la democracia y la cohesión social. Como lo afirmó la UNESCO (2025), la relación entre maestro y estudiante es un patrimonio común de la humanidad. En Chile debemos cuidar ese patrimonio como cuidamos nuestras reservas naturales, porque allí también se juega la sobrevivencia del país.
La pregunta que debemos hacernos como sociedad es incómoda: ¿queremos que la docencia siga siendo un acto heroico, sostenido en sacrificios individuales, o vamos a construir colectivamente las condiciones para que enseñar sea una profesión deseada y respetada?
Nelson Mandela lo dijo con claridad: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Pero ese arma se vuelve inofensiva si quienes la empuñan, nuestros profesores, carecen del reconocimiento, el apoyo y el cuidado que merecen.
La educación no puede esperar. Tampoco la docencia. Que lo vivido en Santiago no sea un hito más en la memoria internacional, sino el inicio de un compromiso real: devolver a los profesores chilenos la dignidad y el lugar que la historia y la sociedad les deben.