La libertad puede ser tanto un regalo como una carga. Así lo advirtió Erich Fromm en su libro El miedo a la libertad, escrito en plena Segunda Guerra Mundial, cuando analizó cómo sociedades enteras, cansadas de la incertidumbre, cedieron su agencia a dictadores que habían sido elegidos por la vía democrática.
La verdadera libertad significa responsabilidad. Significa hacerse cargo de nuestras decisiones, aceptar la incertidumbre, convivir con la duda y enfrentar la complejidad de un mundo donde nada está garantizado. La libertad obliga a pensar, a elegir, a equivocarse y a volver a intentarlo. No es siempre lo más eficiente ni lo más cómodo. Implica tomar opciones morales, incluso cuando no hay respuestas claras.
Cuando las personas se sienten sobrepasadas, cuando el mundo se percibe inseguro como hoy, la tentación de renunciar a la libertad crece. Frente al vértigo de la incertidumbre, muchos buscan algo más fácil que la responsabilidad: un líder que les diga qué pensar, en qué creer, a quién culpar y a quién seguir. Es una salida rápida al peso de la libertad, pero con un alto costo para la democracia y la convivencia.
Fromm escribió: “Al rendirse a la autoridad, pasando a ser parte del grupo o cayendo en modo automático, el individuo cree escapar de la angustia de la libertad, pero en realidad pierde su yo.” Esa renuncia es, en el fondo, un pacto con la servidumbre voluntaria: se cambia la autonomía personal por la seguridad de seguir órdenes.
Los síntomas de este fenómeno están presentes en muchos países. El ascenso de liderazgos autoritarios, incluso en democracias consolidadas, muestra cómo el miedo a la libertad erosiona instituciones y derechos conquistados con esfuerzo. Chile no está al margen de esta tendencia. Hoy abundan discursos que culpan a los migrantes de la delincuencia, a la sociedad civil organizada de frenar el desarrollo, a los jóvenes de la violencia, o a las minorías de dividir a la sociedad. Es más fácil señalar con el dedo a “los otros” que reconocer nuestras propias fallas: un Estado imperfecto, partidos políticos incapaces de acuerdos, una élite desconectada y una ciudadanía que muchas veces elige la comodidad de la queja antes que el compromiso de la acción.
Y lo más grave es que muchos están dispuestos a ceder grados de libertad porque creen que los costos del autoritarismo recaerán en otros y no en ellos. Es una falsa seguridad, pues la historia muestra que, tarde o temprano, la arbitrariedad alcanza a todos.
Cada mes de septiembre celebramos nuestra independencia, pero pocas veces recordamos lo que significó para quienes la conquistaron. Bernardo O’Higgins, los hermanos Carrera, Manuel Rodríguez, José de San Martín y tantos otros dejaron atrás la relativa comodidad del orden colonial para asumir el riesgo y la incertidumbre de la libertad. Sabían que la independencia no era sinónimo de seguridad ni de certezas, sino de responsabilidad y de sacrificio colectivo. Esa misma lección sigue vigente hoy: la libertad exige coraje y compromiso, no obediencia ciega ni dependencia de quienes prometen soluciones fáciles.
El desafío que enfrentamos no es solo político, sino también cultural y personal. Defender la libertad requiere valentía para aceptar la incertidumbre, responsabilidad para ejercerla y compromiso para sostenerla en comunidad. La libertad no es un estado de gracia, es un trabajo cotidiano que se construye en las aulas, en los barrios, en las familias y en los espacios públicos.
La tarea de nuestra generación es resistir la tentación de delegar nuestras decisiones en manos de un salvador. Porque renunciar a la libertad en nombre de la seguridad es perder ambas: quedamos sin libertad real y, tarde o temprano, sin seguridad también.
La libertad no es fácil. Pero es la única garantía de dignidad, justicia y democracia. Y eso solo podemos conquistarlo si nos atrevemos a ejercerla en su complejidad, sin rendirnos al espejismo de soluciones simples que nos invitan, en realidad, a ser menos libres.