Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo, dramaturgo
En Chile, la relación entre burocracia y gestión cultural sigue siendo un asunto crucial pero escasamente discutido. La institucionalidad cultural, levantada desde los años noventa con la creación del Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (FONDART), buscó democratizar el acceso a los recursos, pero al mismo tiempo consolidó una maquinaria administrativa que muchas veces sofoca más que estimula. Lo que se presenta como transparencia y control termina transformándose en una maraña de trámites que desvía energías de la creación hacia la supervivencia administrativa.
Este escenario genera paradojas evidentes: los artistas y gestores invierten largas horas en formularios, informes y rendiciones en lugar de volcar su tiempo al trabajo creativo o comunitario. Se privilegia al postulante que domina el lenguaje burocrático por sobre aquel que despliega originalidad, pertenencia territorial o profundidad estética. Se instala, además, la lógica del proyecto a corto plazo, donde se financian actividades fragmentadas sin asegurar continuidad, debilitando así los procesos culturales de largo aliento que toda sociedad requiere para fortalecer su identidad.
La burocracia cultural reproduce desigualdades: quienes habitan en territorios apartados o carecen de apoyo técnico tienen menos oportunidades de competir. Por eso, el rol del gestor cultural se ha vuelto una tarea de “traducción” constante: debe convertir la creación en indicadores, la memoria comunitaria en planillas Excel, y los procesos artísticos en objetivos cuantificables. En lugar de expandir la imaginación colectiva, se termina reforzando un modelo cultural reducido a estadísticas, asociado con el paradigma funcionalista de la sociedad capitalista. Este enfoque deja fuera aspectos cualitativos —la experiencia subjetiva, los significados, las tensiones simbólicas— que son esenciales para entender la cultura.
El norte de Chile: creatividad en tensión con el centralismo
La situación se agudiza en el norte del país. Por ejemplo, los creadores de las Artes Escénicas en Iquique, Antofagasta o Calama enfrentan un doble desafío: competir en igualdad de condiciones con los proyectos de Santiago y, al mismo tiempo, sortear el aislamiento geográfico que limita redes y visibilidad. En definitiva, para subsistir y llevar a cabo sus iniciativas deben ceñirse a un sistema mecánico en el que la cultura se mide únicamente por “niveles de participación”, cifras y estadísticas, sin considerar la profundidad del sentido que encierra esa participación.
Este reduccionismo invisibiliza lo más esencial: la vocación de estas agrupaciones no radica en acumular números, sino en fortalecer procesos formativos y comunitarios, en generar espacios de encuentro, memoria y pertenencia en territorios históricamente postergados. Cuando el Estado mide resultados en planillas, lo que pierde de vista es la capacidad de estas prácticas culturales de transformar vidas, construir identidad y ofrecer alternativas frente a la fragmentación social.
El centralismo administrativo se refleja también en el mundo minero. Los aportes de responsabilidad social empresarial, que podrían convertirse en un soporte para proyectos culturales de largo plazo, se canalizan a través de procedimientos que replican la misma lógica estatal. El resultado es la duplicación de trámites, fragmentación de recursos y, nuevamente, la falta de continuidad. La carencia de infraestructura cultural pública en varias ciudades del norte obliga a las agrupaciones a arrendar espacios privados, un gasto que los fondos rara vez reconocen con flexibilidad.
Universidades atrapadas en la misma lógica
Las universidades del norte tampoco escapan de este círculo vicioso. Aunque deberían ser espacios de innovación cultural y crítica, sus estructuras replican la burocracia estatal con celo. Los elencos artísticos estables —teatros universitarios, coros, orquestas— viven la incertidumbre presupuestaria permanente, dependiendo año a año de fondos concursables o de justificaciones excesivamente rígidas. Los tiempos del arte, que requieren maduración, se ven subordinados a cronogramas administrativos que imponen plazos y métricas.
En muchas Casas de Estudios Superiores, las unidades de vinculación carecen de autonomía financiera y administrativa, por lo que proyectos urgentes —como rescatar memorias obreras o fortalecer la herencia cultural andina— quedan postergados por simples trámites internos. De este modo, el propio espacio universitario, llamado a liderar la reflexión y la innovación cultural, termina prisionero de la burocracia.
La ausencia en la agenda política
Lo más preocupante es que esta problemática parece invisible para quienes aspiran a dirigir el país. Hasta el día de hoy, la burocracia cultural no aparece en las agendas de los candidatos presidenciales: ningún programa, ni siquiera una declaración pública, ha mostrado interés por revisar esta maquinaria que asfixia la vitalidad creativa de las comunidades. La cultura sigue siendo vista como un adorno, un gesto simbólico, y no como un derecho ni como un pilar de desarrollo social.
La omisión no es casual: implica una desvalorización profunda de la cultura en tanto motor de cohesión, memoria e identidad. Mientras la política se concentra en cifras macroeconómicas y disputas coyunturales, se ignora que el debilitamiento de la vida cultural erosiona silenciosamente la capacidad de imaginar futuro.
La ausencia de esta discusión en la agenda presidencial es un síntoma grave de nuestra precariedad democrática. Si la política no asume este debate, la cultura seguirá condenada a sobrevivir a pesar del Estado, en lugar de florecer con él.