Una ciencia que ignora la ética pierde su licencia social. La ética no solo frena abusos; mejora la evidencia. Protocolos aprobados, evaluación de riesgos, monitoreo y trazabilidad reducen sesgos y errores. La serie de The Lancet “increase value, reduce waste” ya mostró que una fracción importante de la investigación se desperdicia por fallas de diseño, conducción o reporte: justamente aquello que un escrutinio ético robusto ayuda a prevenir (Lancet, 2014).
Cuando la ética se quiebra, la confianza se erosiona. El caso Wakefield, el artículo retractado que vinculó falsamente la vacuna MMR con el autismo, no solo fue fraude: dejó años de miedo, menor adherencia a vacunas y daño sanitario (BMJ, 2011). Una falta ética hoy puede costar políticas públicas y vidas mañana.
Además, las malas prácticas no dañan solo a un autor: arrastran a campos enteros. Tras retractaciones por mala conducta, caen las citaciones, se frenan agendas y se retraen fondos. Un atajo antiético hoy puede hipotecar la innovación de mañana.
Ciencia que cuida es ciencia que perdura. Quienes investigamos sabemos que el conocimiento importa: salva vidas, mejora políticas públicas y dinamiza la economía. Precisamente por eso, la ética no es negociable. La regla es clara: sin ética no hay confianza; sin confianza, no hay ciencia sostenible. El desarrollo que anhelamos se abre con dos llaves inseparables (más investigación y más resguardo) y, en rigor, una habilita a la otra: más resguardo para poder investigar más y mejor.
Juan Fuentes, Centro de Investigación de Resiliencia a Pandemias
Universidad Andrés Bello
 
                                 
			 
			 
                                









