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Nuevas narrativas del mar: Iquique, ciudad anfibia

7 diciembre, 2025
en Columnistas
Nuevas narrativas del mar: Iquique, ciudad anfibia
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  • Por Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo

En la cartografía íntima del Norte Grande, Iquique emerge como una ciudad que no solo existe: se reinventa. Nacida entre la aridez del desierto y la amplitud marina, vive en un movimiento perpetuo, como si cada amanecer reescribiera su propio borde. Más que un puerto o una localidad costera, Iquique es una ciudad anfibia: un cuerpo que respira entre la sal y el polvo, entre recuerdos sumergidos y vidas que despiertan en la orilla.

Mucho antes de que el salitre impulsara su modernidad o de que distintas banderas reclamaran estas aguas, el litoral ya era interpretado por el pueblo chango. Con sus canoas de cuero, sus redes de fibra y su sabia lectura de las mareas, erigieron una cultura que hoy resurge como un canto antiguo que se niega al olvido. En cada cueva y en cada conchal aún late esa primera narrativa de la costa.

Esa tradición ancestral persistía —ya transformada— en los barrios que antaño estuvieron ligados a la pesca artesanal. Recuerdo aún los años 60 del siglo pasado, cuando El Morro, viejo centinela frente al horizonte, resguardaba historias de mariscadores que conocían la inmensidad por el tacto y el oído. Playa Blanca conservaba el eco de generaciones criadas entre yodo y brisa. En Bellavista, las redes se tendían al sol como páginas de un libro que la sal reescribía día a día. Y más al sur, Los Verdes sostenía la ritualidad del oficio: el bote que zarpaba de madrugada, el diálogo silencioso de la tripulación, el respeto ante una marea siempre incierta.

En esos territorios donde la ciudad parecía reencontrarse con su origen, la vida se organizaba según el compás del mar. Los niños jugaban entre embarcaciones varadas; las mujeres sostenían la economía familiar desde la cocina y los mercados; y los mayores —testigos de todo— relataban tormentas, rescates, pérdidas y milagros. Son fragmentos de una narración popular que rara vez aparece en los discursos del progreso, pero que define con precisión el espíritu iquiqueño.

Aquí, el mar no es un decorado: es crónica viva. Susurra nombres olvidados, tragedias compartidas, travesías migratorias, alegrías desbordadas y silencios más pesados que una red cargada. Cada oleaje trae el recuerdo de quienes han convivido con él: changos, recolectores, estibadores, buzos, portuarios, migrantes. Familias enteras que hicieron del umbral marino un hogar y un destino.

También llegan las voces de quienes, desde la escritura, han sabido descifrar ese lenguaje líquido. En los versos de Guillermo Ross-Murray Lay-Kim, el fondo marino se vuelve espejo íntimo; en Eugenio Dávalos Pomareda, la costa respira con cadencias antiguas; en Ramón Luis Escobar, la nostalgia nortina adquiere la textura de la bruma. Pedro Marambio Vásquez recoge relatos que flotan entre dunas y espuma, mientras Alberto Ossandón Yáñez convierte la sal en crónica viva de una comarca siempre al filo de sí misma.

La poesía de Bárbara Calderón (Bárbara Pérez) revela la fragilidad luminosa del litoral, y la prosa de Jonathan Guillén Cofré instala el abismo azul como testigo y juez de la memoria social.

A su vez, Jorge Díaz Araya rastrea historias ocultas en los pliegues de la franja marina, mientras Antonio “Toño” Torrejón reconoce en cada rompiente un canto persistente. En esa misma tradición se inscribe Juvenal Ayala, cuya voz emerge desde el trabajo pesquero, heredera directa de las marejadas que han acompañado por generaciones a su familia.

Todos ellos —junto a pescadoras, artesanas, estibadores y migrantes— sostienen esta constelación de relatos que nace desde abajo, desde la entraña social, desde quienes leen el horizonte marino como si fuera su propia biografía.

Iquique, y fundamentalmente los viejos iquiqueños, en su contradicción permanente, camina sobre arena, pero piensa como agua. En el corazón del desierto más árido del mundo, el mar es refugio, amenaza y promesa. A veces acaricia la costa con la suavidad de un padre antiguo; otras golpean como una divinidad que exige respeto. En esa tensión vital, nuestro pueblo aprende a sobrevivir, a reinventarse, a flotar incluso entre sus naufragios.

Las artes funcionan aquí como brújulas simbólicas. Desde el teatro, la música, la pintura y la literatura, se recupera al chango originario, se dignifica a la pesca artesanal y se reinterpretan los barrios costeros como espacios de resistencia cultural y memoria viva. Son gestos que devuelven al mar su propia voz.

Hablar de Iquique como localidad anfibia es asumir una identidad fragmentada pero tenaz. Un territorio nacido entre agua y piedra, que oscila entre tradición y modernidad, entre olvido y permanencia. Un lugar donde lo cotidiano convive con lo mítico y donde las redes guardan secretos más antiguos que la propia urbe.

Las nuevas ficciones del mar nos invitan a leer esta franja costera en toda su hondura: un espacio donde la memoria camina empapada, los afectos respiran sal y la vida —terca e impredecible— aprende a moverse entre tempestades y renacimientos.

Porque en Iquique, el mar no es paisaje: es la fuerza que nos nombra. Y mientras su furia y su ternura sigan tocando la ciudad, alguien recogerá ese temblor y lo volverá palabra y emoción ardiente.

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