Al despedir un año, la ansiedad suele instalarse entre balances y propósitos. En ese clima emocional, los rituales (usar ropa interior amarilla, recorrer la manzana con maletas, comer uvas, etc) ofrecen algo más que algo popular: ordenan la experiencia interna y devuelven una sensación de control frente a la incertidumbre. No es magia; es significado. Cuando dotamos un gesto de sentido, la conducta tiende a alinearse con la narrativa que lo inspira.
El punto no es invalidar los rituales, sino situarlos. Si se articulan con reflexión y metas realistas, pueden motorizar cambios: vincular el amarillo con un plan de ahorro, la vuelta con maletas con un calendario de formación o viajes, las uvas con doce pequeñas acciones medibles. El riesgo surge cuando se transforman en actos compulsivos, delegando el futuro en lo externo y erosionando la autonomía.
Aquí la fe aporta una dimensión de soporte. No elimina la ansiedad; la contiene y le da contexto. Invita a confiar incluso sin certezas, a soltar la ilusión de control absoluto y a encontrar paz en el presente. Frente al ruido de promesas grandilocuentes, prefiero la humildad de los hábitos y la claridad de propósitos que se revisan, ajustan y sostienen.
Entramos a 2026 con interrogantes legítimas. La opción está abierta: miedo o confianza, control rígido o sentido compartido. Los rituales pueden acompañar la transición, pero el cambio real florece cuando convertimos símbolos en acciones y valores en decisiones. Ahí, la esperanza deja de ser deseo y se vuelve camino.
Dra. Yuvitza Reyes Donoso
Académica Psicología Universidad Andrés Bello








