Una historia real que parece ficción, por Carlos Decker-Molina.
Me llegó el libro de Rubén Gómez Quezada como un paliativo para el COVID-19. El mundo estaba en cuarentena. En algunos países como Suecia, en el que vivo hace muchos años, la estrategia fue menos autoritaria que en otros lugares por eso se explica que leí Desaparecidos en tiempos del Beagle sentado en un banco de una plazuela cercana a mi residencia. Y, fui consolado a distancia por un vecino sentado enun banco de enfrente quien no se explicaba la razón de mis lágrimas.
¿QUIÉNES ÉRAMOS?
En los finales de los años 70 los exiliados de Bolivia y Chile encontramos refugio en la soleada y cantarina provincia argentina de Salta. En mi calidad de boliviano era el huido más experimentado. De Bolivia a Chile, luego del 11 de septiembre huido a París y de la ciudad luz a Argentina.
En aquellos tiempos todos teníamos las venas abiertas de la rebelión y los que estábamos concentrados en Salta parecíamos personajes de Sombras sobre el Hudson la novela de Isaac Singer.
Un excoronel boliviano oficiaba de portero del Diario El Tribuno, un abogado de Tarija, el primer desaparecido del grupo, el periodista boliviano amenazado por las Tres A dejó un hueco en la secretaria de prensa de la CGE que lo llené yo, los periodistas chilenos en El Tribuno y finalmente El Intransigente, que era una especie de casa protectora de gente que pensaba diferente. En ese sitio oscuro, gran galpón con escritorios y máquinas de escribir que sonaban como carromatos enmohecidos, en ese sitio, me encontré con el “flaco Rubén” y su compadre Fito Abarzúa, dos chilenos que completan la escena de la novela de Singer, Premio Nobel de Literatura.
Antes de la desaparición de Rubén el encapuchado fui yo, me capturaron dos veces, en la segunda me encontré casualmente con un fotógrafo del Intransigente que me dijo: “Si te sueltan, tiene que rajar changuito. Rajá que te van a hacer boleta cuando estés en la calle”. Rajé… Por eso escribo estas líneas desde Estocolmo donde alcancé a envejecer.
EL LIBRO
Hay una máxima en inglés muy típica de las redacciones viejas de Nueva York: “Facts are sacred, comments are free” es decir, los hechos son sagrados, las opiniones son libres.
Ya en los años 60 la sagrada pirámide periodística comenzó a erosionarse cuando, sobre todo las revistas, iniciaron una mezcla entre lo mejor de la crónica y lo mejor de la novela. Tom Wolfe le dio el nombre y a partir de entonces se comentaría, hasta hoy, sobre las virtudes del New Journalism.
Sin embargo, el libro de Rubén es más Rodolfo Walsh que Truman Capote y explico por qué. En “Operación Masacre” Rodolfo Walsh cuenta hechos reales que parecen ficcionales, ese estilo nace como consecuencia de la falta de libertades sobre todo las de expresión por lo que, el periodista, escribe la realidad con ayuda de la ficción literaria.
Lo que hizo Capote fue una creación, no es la consecuencia de una situación de peligro sino es una manera de romper el dogma de los “hechos sagrados y las opiniones libres” en una actitud “underground”, rebelión anarquista de los periodistas que decidieron escribir piezas literarias basadas en la realidad que las iban contando por entregas (que después se volvieron capítulos) o en una sola presentación de más de diez mil caracteres por eso eran acogidas en revistas como el New Yorker o el VillageVoice.
La pluma de Rubén Gómez Quezada es brillante por su parquedad cuando relata el dolor y la tristeza.
Si algunos de los exiliados que vivimos en Salta caímos en las mazmorras argentinas fue por nuestro pensamiento rebelde y la operación Condor, el caso de Rubén pasa a la categoría del espionaje, pues las tensiones entre Argentina y Chile por el diferendo sobre el Beagle había originado un exacerbado nacionalismo que no entendía el mensaje de El Intransigente. “En mi diario – escribe Rubén – siempre existió un claro compromiso con la causa argentina considerada legítima, pero también se abogó por el entendimiento y el diálogo entre dos pueblos hermanos”.
Para los patrioteros no existe el dialogo, porque supone ceder hasta llegar al aristotélico “justo medio” y, en esos tiempos de tensión, ceder es no ser valiente-patriota-nacionalista. Los patrioteros buscan entonces culpables, espías, periodistas que plantean diálogos que sustituyan los monólogos yuxtapuestos del poder nacionalista.
Leer el libro de Rubén es entrar en la vorágine de la insensatez de los esbirros del nacionalismo, pero de contrapartida hay sosiego y luminosidad en los prados de la amistad y la solidaridad de argentinos que, sabiendo de la chilenidad de Rubén, no pararon en denunciar la transgresión.
Esas denuncian llegaron a mis oídos en Suecia, además me enteré a través de una noticia publicada por el parisino Le Monde. Mi comunicación era fluida con otro “flaco”, el Jefe de Redacción Rodolfo Plaza, al que tendríamos que homenajearlo con un monumento a la solidaridad. Rubén lo cita junto a otros argentinos.
Finalmente, una referencia a las salitreras de donde procede el escritor. Las descripciones de paisaje y de amigos llamados, algunos, por sus sobrenombres me emparentan aún más con el colega porque gran parte de mi carrera la hice en la ciudad de Oruro, ciudad minera, árida a más de 3000 metros sobre el nivel del mar, con soles ardientes en el día, pero, de una frialdad envuelta por los vientos cordilleranos lo que hace que las noches sean de fríos más intensos que los suecos.
Las descripciones de Rubén que a él lo ubican en las salitreras a mí me trasladaron a Oruro. Ricardo Piglia decía que una es la lectura del que escribe y otra es la del lector.
Desaparecidos en tiempos del Beagle es un libro breve (147 páginas) que deja con ganas de saber que pasó a partir de Bruselas y el retorno a Chile. Quizá Rubén escriba sobre el exilio, el desarraigo, la soledad y el insomnio, enfermedades de afuerino.