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Almas del Norte, por Sonia Pereira Torrico

31 agosto, 2025
en Columnistas
Almas del Norte, por Sonia Pereira Torrico
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 Cada familia tiene una reminiscencia, un gesto, una imagen que se recuerda desde el primer rayo de sol, bajo el alero de un tecito con cedrón y hierba luisa. Buenas personas, devotos de la Chinita, la quena y la zampoña, del bronce estremecido, del sabroso pescado frito, de la vida de barrio, la octava, el chumbeque, el carnaval y un piquero en el Saladero. Todos nacidos y adoptados en esta tierra que ha enfrentado los embates de la pobreza, el abandono, la delincuencia y la naturaleza.

Cuando era una niña escuchaba, en la sobremesa, cómo circulaban las historias de los que partieron al cielo. Los imaginaba sencillos, cariñosos, risueños, ayudando en los quehaceres de la casa, cantando un bolero de Los Panchos, trabajando en el patio junto al tendedero o jugando en las polvorientas calles de tierra. ¿Saben? Me llamaba poderosamente la atención escuchar, entre murmullos, que algunos fallecían de pena, se desplazaban en carroza o esas historias pampinas de un inexpugnable desierto despidiendo a sus hijos tendidos en una mesa, esperando el ataúd para la santa sepultura. ¡Oh! Una pampina me comentó, en una mañana cualquiera, que iba una mujer con pasos presurosos a tener a un décimo hijo y, en la tarde, fue testigo de su velorio, llevando entre sus brazos al angelito.

Bueno, cuando pequeña me preguntaba por qué había que dejar flores en el cementerio a quienes no conocía. Y la respuesta siempre era la misma, porque son parte de nosotros, porque en cada tumba descansa un pedazo de nuestra historia.

Algunos murieron muy jóvenes, como mi tío abuelo Ismael, un familiar de 33 años, la edad de Cristo, dejando un halo de misterio por su deceso. 

Parroquianos que después de una larga vida de trabajo y sacrificio, cuando Iquique y el desierto todavía se recuperaban de la crisis salitrera, incendios, aluviones y miserias.

Angelitos que habitan entre los cerros, la chusca nortina, la brisa marina de la más linda de las playas y el rugido de la hinchada más bonita del universo.

Me envuelve la melancolía por cada ser que está poblando el cielo. Cada visita al cementerio es como recorrer estaciones en el longino celestial. Y se ve reflejado los 365 días del año.

Primera estación, las madres y padres que partieron. Segunda, los abuelos y abuelas que nos criaron con rigor y ternura. Tercera, los hijos e hijas que nos dejaron con el corazón roto. Cuarta, los hermanos y hermanas, que aún viven en nuestra infancia. Quinta, los amigos y vecinos de toda una vida. Y la sexta y última estación, aquellos que dejaron huella en el deporte, las comunicaciones, el barrio, la política, la vida social y cotidiana. Artistas y parroquianos que estarán por siempre en nuestro corazón.

Mi hija Marcela se asombra por la cantidad de flores que llevo en mis brazos. Yo le respondo que sirven para hermosear la camita de todas las almitas de la familia; es una misión amorosa que me encargó mi hermosa madre Sonita antes de partir con la Violeta.

Porque ir al cementerio no es un final, es un tránsito de la película de nuestras vidas. Allí, bajo el cielo opalino, donde existe la bondad, donde no hay soledad, porque todo termina con los que partieron… y todo vuelve a comenzar en nuestra tierra.

Sonia Pereira Torrico

  • En memoria de aquellos que nos dejaron en las primeras estaciones. Especialmente a los ojos mágicos del gran Tata MIN Benjamín Torrico Santibáñez, los cuales vieron en la zampoña, las alas de un ave de cristal.

Hernán Pereira Palomo

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