Por Jorge Astudillo, Académico Facultad de Derecho Universidad Andrés Bello
La reciente sentencia de la Corte de Apelaciones de La Serena, que rechazó un recurso de protección contra la comediante Natalia Valdebenito, nos conduce a reflexionar sobre la relación entre libertad de expresión, sensibilidad individual y social y los límites al ejercicio de este derecho, esta vez dentro del ámbito de lo humorístico.
Es comprensible —y profundamente humano— que los familiares de los mineros fallecidos reaccionaran con dolor frente a una frase expresada por la comediante y que percibieron como burla en medio de la tragedia que estaban viviendo. Sin lugar a dudas, el duelo, cuando aún es reciente, hace que cualquier referencia pública adquiera ribetes de molestia y hasta humillación. Ese sufrimiento no puede ser obviado.
Sin embargo, la pregunta que enfrentó la Corte de Apelaciones no es de naturaleza moral, sino jurídica: ¿puede una expresión chocante, desafortunada o de mal gusto ser objeto de censura previa? La respuesta fue, acertadamente, negativa. El derecho chileno, en consonancia con los estándares internacionales, protege la libertad de expresión como piedra angular de la democracia, permitiendo sanciones ex post, pero nunca prohibiciones anticipadas que conlleven censura previa.
El fallo es certero y contundente en distinguir entre el ámbito del reproche social y el de la sanción jurídica. Una sociedad abierta debe tolerar expresiones incómodas, incluso hirientes, porque la censura previa da pie a un control arbitrario del discurso. Pero que una frase no sea jurídicamente sancionable no la convierte en socialmente legítima: la responsabilidad ética y el respeto por el dolor ajeno siguen siendo exigencias inevitables para quienes ocupan el espacio público, en este caso una humorista.
De este episodio se deben obtener a lo menos dos lecciones. Por un lado, los tribunales deben resistir la tentación de regular la sensibilidad, pues ello conduciría a una especie derecho punitivo tendiente a proteger emociones. Por otro, quienes ejercen la libertad de expresión —especialmente en espacios masivos como el humor— deben reconocer que la libertad sin empatía puede convertirse en crueldad y asumir los costos, pero sociales, no jurídicos: disminuir su popularidad, críticas en redes sociales, menos asistencia a sus espectáculos, etc.
En tiempos en donde la plaza pública se traslada a las redes sociales y espacios digitales en que los sentimientos como el dolor colectivo se viraliza tan rápido como sucedió en este caso con ocasión de una expresión humorística desafortunada, cruel, desubicada o tal vez mal interpretada, el desafío es sostener una sociedad que defienda la libertad de expresarnos, con límites estrictos, proporcionales, necesarios en el marco de una sociedad democrática y excepcionales.