Sonó la alarma. El reloj marcaba las 6:45. Paula abrió los ojos lentamente y sintió que algo no andaba bien. Su cuerpo era más pequeño, sus manitos se habían encogido. A lo lejos, vislumbró el delantal azulino colgado en una silla, impecablemente planchado por su abuelita. Los zapatos negros marca Osito brillaban relucientes. El tiempo, de alguna forma, se había detenido.
—No entiendo nada, pensó confundida. ¡Si ayer estaba pagando las cuentas en un cajero del supermercado!
¡Carajo!, había vuelto a los años 80. Y si ese era el caso, que fuera para siempre. Porque ahí solo se jugaba, se comía y se dormía, asintió con alegría.
El sonido de la tetera silbaba como el estribillo estridente del longino, mientras el olor del pan tostado llenaba el aire con calor de hogar. Paula se levantó apurada para hacer la fila del baño. Se lavó los dientes con Odontine, las manos con jabón Camay, y aceleró el paso al oír el grito inconfundible de su madre.
—¡Apúrate chiquilla, que ya es tarde para ir a la escuela!
¡Qué hermoso era su uniforme! La blusa blanca Dijon, el jumper, y ese corbatín tan característico. Frente al espejo, se vio con una trenza maría tan tirante que le dejaba los ojos achinados y estirados.
—Santo Dios, exclamó, con razón me duele la cabeza.
Se consoló pensando en que, como diría una canción futurista de Sabina, “sobran los motivos”. Era lunes, y eso significaba izar el pabellón patrio en la escuelita del barrio.
Paula deslizó sus pies dentro de los zapatos, como si fuera Dorothy en «El mago de Oz», y se lanzó al abordaje de un nuevo día. No se preocupó por los cuadernos; era tan despistada que prefería echarlos todos en la mochila para no olvidar ninguno. Aunque su madre la regañara.
—¡Esa mochila está muy pesada! ¿Acaso llevas piedras, niña malcriada?
Paula no respondía. Sólo sonreía con su coqueta risa.
En la cocina, la esperaba una escena digna de postal, su leche servida en un jarro enlozado, el pan batío de la panadería del barrio, huevos revueltos y el diario «El Pampino» sobre la mesa.
En casa se escuchaba la radio todo el día, y de todas las canciones que podía oír, había una voz que la hacía suspirar más que ninguna otra, la de Luis Miguel. Su póster adornaba la pared de su pieza, justo al lado del de una caricatura de Candy. Para Paula, “La Incondicional” no era solo una canción; era una promesa de amor. Con apenas nueve años, sentía que ese joven de chaqueta blanca y mirada intensa le cantaba sólo a ella. A veces, mientras hacía las tareas o forraba los cuadernos con papel de regalo, se perdía soñando que un día lo conocería, que él le tomaría la mano y le dedicaría un concierto. Incluso había aprendido a pronunciar su nombre con ese acento mexicano suave y melodioso que la hacía volar y soñar.
En la escuela, mientras las demás hablaban de muñecas o novelas, Paula hablaba de LuisMi. Sabía su cumpleaños, sus discos, sus canciones y hasta su color favorito, según la revista de espectáculos. Le escribía cartas que nunca enviaba, pero que guardaba en una caja de zapatos decorada con stickers de esquelas perfumadas. ¡Porque el amor de infancia también podía ser profundo!, aunque no se entendiera bien, y el suyo por Luis Miguel era puro, incondicional y eterno, como sólo lo es el primer amor.
Ese viaje a la infancia, tenía además una fecha especial, el 21 de mayo. Las calles se llenaban de banderas y homenajes. Esa mañana se sintió orgullosa con la trenza maría bien apretada y el corazón latiendo fuerte. Caminó con paso firme al ritmo de la banda escolar, mientras los adultos y las autoridades aplaudían con orgullo desde las veredas.
Después del desfile, la tradición era clara, paseo en lancha por la rada. Paula subió a bordo con sus padres y sus hermanos. El mar estaba tranquilo, salpicado de gaviotas. La lancha avanzaba hacia la boya donde se hundió la corbeta Esmeralda . El guía relataba la proeza de Arturo Prat con una emoción inigualable. Paula, con el viento en el rostro y la mirada hacia la costa, sentía que vivía una película antigua, una historia grabada en el alma de su ciudad natal.
Al regresar, les esperaba un festín en casa de la abuela. La mesa rebosaba de pescado frito, mariscos frescos, pebre, papas cocidas y ensalada chilena. El olor a cilantro y limón lo impregnaba todo. Se reían, brindaban con bebida Kem Piña y compartían historias de otras épocas. Paula no sabía si lo estaba viviendo como el primer día o si su mente adulta había tejido ese recuerdo con la seda de la nostalgia.
Y entonces despertó. Abrió los ojos en su casa, ya adulta, con el corazón aún latiendo a mil por hora . Desde su balcón, Paula contemplaba el mismo mar sereno de su niñez, el que tranquilo nos baña. Su cabello largo danzaba con la brisa costera mientras su hija, de ojos vivos y sonrisa amplia, jugaba en la terraza con sus muñecas.
Estaba enamorada. Su compañero la miraba desde el living mientras preparaba un pisco sour con música suave de fondo. La vida, pensó Paula, tenía el dulce sabor de las cosas que uno aprendió a amar desde niña, la familia, el pan tostado, el mar, y los sueños que no se olvidan nunca. Y así, entre juegos, canciones y brisas saladas, Paula supo que los sueños no se pierden, sólo se transforman. Porque, en el fondo, ella seguía siendo la misma niña del jumper azul, pero ahora compartiendo su mundo con los seres que ella amaba y que también aprenderían a amar el mar desde el balcón y la nostalgia.
Sonia Pereira Torrico