Aún deslumbrada por mi primer vuelo en avión, emprendía en solitario un viaje hacia la ciudad de las flores, a conocerlo a él, a mi amado Luis Miguel.
Iba en cuarto básico, en la escuela E-75, en calle Orella, cerca del centro y de la casa de papá. ¡Qué noticia, Dios mío! Un nuevo viaje se ha presentado, esta vez hacia la primera puerta de este angosto y largo país. Como siempre, ansiosa de conocer y en la mejor compañía, papá Iván y de Alicia. A esas alturas éramos como pan y mantequilla; inseparables en nuestros paseos por El Sombrero, La Marmita, la Plaza Prat, Baquedano y la playa Cavancha. Ser la primera hija tenía, sin duda, notables ventajas.
Era la década de los ochenta, una época donde viajar tenía un sabor distinto. No existían celulares ni internet, sólo cartas escritas a mano, cámaras con rollo fotográfico y la emoción de esperar semanas para revelar las fotos. Los viajes se preparaban con tiempo, doblando la ropa con esmero, revisando los pasajes impresos y llevando una pequeña radio a pilas para escuchar música en el camino. Mamá siempre me colocaba colonia de guagua en mi cuello y me hacía la trenza la María , para prepararnos a la aventura, sin importar la distancia.
Partíamos a Arica, la ciudad de la eterna primavera, en la madrugada. La noche anterior, mamá me dejó en la casa de mi abuelita Berta. Ella no estaba; vivía entonces en Canal Beagle, en la bella Viña del Mar. ¿Quién cuidaría de mí?, sostuve a mis cortos años. Papá, respondió ella una mujer maravillosa en mi vida, mi abuelita Rosa. Aunque para mí siempre será “Rosita de ojitos azules”. Esa dulce mujer durmió conmigo esa noche. Cobijó mis piececitos de niña con una manta de lana gruesa ,de esas tejidas a mano y me dio una sopita de pollo para dormir abrigadita . No recordaba ese instante, hasta hoy. Oh, que emoción siento en mi corazón, a pesar de la pena, penita, pena . Cerré los ojos y pude oler el perfume de su frágil espalda, la suavidad de sus manos raídas. Creo que un ángel me cuidó esa noche de octubre. Yo solo quería mecerme en ese abrazo y no despertar.
Me despedí de ella con un beso y un abrazo de amor verdadero. Era hija de un sobreviviente de la matanza de la Escuela Santa María, el abuelito Miguel. Cargaba dolor y tristeza en la mirada, pero jamás dejó que nadie cruzara ese umbral de su corazón.
¡Ya son las ocho!, partimos con la delegación de tenis de mesa de Iquique en micro. Ni una queja, por el contrario, fue uno de los mejores viajes de mi vida. Compartí con otros niños, saludé a los más grandes, como Juanito Papic y las hermanas Goncalves. Canciones, risas, anécdotas, una guitarra, un poema y yo, soñando despierta a través de la ventana izquierda, hechizada por el desierto, los cerros morenos y el suelo yermo.
En los ochenta, un viaje en micro era toda una aventura. Los asientos de cuerina roja, y los termos con té que las mamás llevaban con sándwiches para capear las seis horas de travesía . No existía el apuro; solo la emoción de ver cómo el paisaje se desplegaba como una película, la mejor de todas.
Se repetía la misma sensación, libertad con alas enormes. Mi pequeño diario de vida fue testigo de aquellos sentires por la ruta nortina. La sonrisa prístina de niña no podía ocultarse entre el gentío bravío con rumbo a Arica. En esta oportunidad, el motivo era el deporte de alta competencia y la gloria del tenis de mesa.
Llegamos a la casa de unos amigos de papá. Había comida abundante de la zona, jugos naturales y aceitunas de Azapa . Esa noche perdí a “Rosita de ojos azules”, pero en su lugar apareció “Alicia del país de las maravillas”. Juntas buscamos a una tía de infancia perdida, caminamos por la plaza tejida de historias añosas y oramos en la Iglesia San Marcos. Luego seguimos por calle Colón hacia el Morro, donde sucumbió el caballo blanco de Alfonso Ugarte . Arriba, en las alturas, la vida se extendía hasta las primeras huellas en el litoral. Calles pequeñas, rostros familiares. Todos amigos todos conocidos, tal cual como en mi puerto querido. Mientras caminaba con pasos cortitos, el aire que se respiraba era una oda a la pureza del clima y a los colores vivos del norte que tanto quiero.
¡Qué bueno es estar con papá! , hacía tanto tiempo que necesitábamos este momento en un lugar tan mágico. Un fin de semana de ensueño, cariños verdaderos, carcajadas entre juegos y ping pong. Coronamos la celebración con un almuerzo frente al mar. Deportistas, autoridades, dirigentes, padres, apoderados… y yo, testigo de un viaje inolvidable a la ciudad de la eterna primavera.
Ese primer viaje marcó mi corazón. Comprendí que el mundo era más grande que mi calle, que mi escuela y que mi barrio El Morro. Que cada paso fuera de casa era semilla y sueños por cumplir. Y que el amor verdadero al igual que un viaje toma su tiempo.
Sonia Pereira Torrico
El viaje no ha terminado, mi hija sigue la huella de mamá, escribiendo una nueva historia.
