Década de los 80, aún persiste la hendidura de décadas lejanas. Muchos hogares anclados en el centro, poseían patios largos y angostos, algunos pellizcaban la cuadra como un niño llegando a la orilla de Cavancha. Maravilloso visitar las casonas del siglo pasado, sintiendo el crujir por cada peldaño . Tu etérea figura se reflejaba en el espejo marrón con olor a cera, el brillo por cada centímetro conformaban un crisol de movimientos sincronizados. Se tiraba la puerta con pita, se ingresaba por un pasillo estrecho, por el costado, cada puerta revelaba un misterio. El living y en su interior habitaba un sofá de cuero, una mesa de centro antigua, un mueble con la enciclopedia para realizar tareas y trabajos escolares, en la pared esas fotos colgadas que parecían pinturas retratadas por el mismo creador, que lujo, que honor.
Un caminito tejido añoso con hilo blanco colocaba la espuma sobre la mesita de otros años. Es imposible negarse frente a magnánimo hallazgo, en cada fotografía, encuentras la historia de una familia. Y más profundo aumenta el sentir y la curiosidad, si te abalanzas para hojear el álbum familiar, acervo valioso que para los ojos de un niño, el mismo oro blanco que extraían los pampinos. El viaje continúa, los pasos presurosos con llevan por ese pasillo al desfile de dormitorios, por la puerta, existía una ventana y una cortina en uso, permitía ver una cama robusta. Así seguimos avanzando y después de transitar por los demás espacios, los sentidos se hechizaban con la bullicia de ollas, loza y una tetera enorme exhalando vapor al techo blanquecino.
Este relato que estoy contando con tintes de cuento mistraliano, ocurrió hace mucho tiempo, lo estoy imaginando pero también lo voy creando porque visité innumerables veces la casa de la tía Ana, ubicada en calle O’Higgins al llegar a calle Vivar, frente a la «Cooperativa de Carabineros» y la «Esso», el servicentro de muchos tiempos. Prosigo con el hilo entonces, antes que la memoria me vaya traicionando con el paso del tiempo . En ese comedor, estaba la tía Eliana, familiar que observaba sigilosa las travesuras de grandes y chicos. En una oportunidad, llegué para un matrimonio, de esos que se celebraban en casa, con toca cassette, carne a la olla, arroz blanco, papas a la huancaína y vino tinto encabritao. En fin , había jugado toda la tarde y mi apetito voraz me estaba alcanzando. Con mucha personalidad, me ubiqué en una silla y engullí en un dos por tres la palta reina que preparó la tía. Escuché risas por doquier a mi alrededor, no me importó, así como tampoco pedir repetición. Las risas se multiplicaron al unísono para ser testigos de bodas, cumpleaños, navidad , año nuevo y la comunión, los velorios es cuento aparte. En los cumpleaños se pasaba genial, éramos tantos primos, hijos y nietos que las tablas de pino oregón hacían un festín de bullicia y caricias. El punto algido se coronaba en el patio, donde estaba ubicado el tendedero. Lugar mágico para jugar a la escondida y creernos unos verdaderos artistas, ocupando esas sábanas como el telón de fondo de un teatro famoso.
El tendedero es un lugar donde se cruzaban las vidas de las personas que lo utilizaban. Madres, padres, hijos, vecinos, todos se reunían en este espacio para realizar una tarea cotidiana. Momento para compartir historias, consejos y risas.
El tendedero nos conectaba con la naturaleza y nos recordaba la importancia de vivir en armonía con el entorno, con la familia, mientras las madres estaban en la cocina. Jugábamos hasta quedar rendidos, cubiertos por las sábanas de saco o de hilo según el tamaño del bolsillo, contemplando calcetines escobillados por las manos religiosas de una mujer en una batea de madera.
En la pampa salitrera debido a la escasez de agua y la aridez del desierto, lavar y tender la ropa era una tarea difícil y laboriosa. Eran a menudo estructuras improvisadas, hechas de madera y alambre, o simplemente cuerdas tendidas entre postes. Las mujeres compartían historias, consejos y noticias mientras lavaban y tendían la ropa.
Las abuelas, guardianas de la tradición, comparten historias, consejos y experiencias con sus hijos y nietos. Juanita Barreda Cespedes , la profe amiga del glorioso y del barrio El matadero, me acerca amorosamente a esta realidad con sus queridos nietos, a este lugar sagrado, donde se lavaban los secretos y también se tendían los sueños.
Sonia Pereira Torrico