Cierro los ojos y busco ese respiro. El de estar arrullada, protegida. El de no tener miedo. El de saberse cobijada, mimada, regaloneada por los seres que uno tanto ha querido.
La familia no siempre es perfecta, pelean, discuten. No obstante, está presente en las buenas y en las malas. Instantes únicos, irrepetibles, se quedan en la memoria y en el corazón.
Los primeros recuerdos que regresan son los de la sobremesa. Especialmente la de los domingos. El olor a pescado frito invadiendo la casa, incomparable, inigualable. Ese aroma que venía desde la cocina, una cocina con una pequeña ventana, y desde ahí, el mar, patio inexpugnable, donde cada vecino, cada amigo, es un personaje que narra historias día a día, construyendo lo que somos.
La sobremesa se alargaba sin reloj ni horario. Con risas, miradas cómplices, escuchando conversaciones sobre la infancia, la pampa salitrera, covaderas , tradiciones de otras épocas.
Van centelleando los recuerdos. El lonche en la playa, en las pozas, cuando íbamos a pescar los domingos a la Marco. Que lujo, que honor, saborear las hallulitas de panadería Castillo, aceitunas, mantequilla, tecito con cedrón y hierba luisa, huevitos duros, alfajores de Matilla. Y como era domingo, día por medio, íbamos al estadio. Había que guardar lado, hacer fila, ir temprano. Que emoción , escuchar la de atrás, la de atrás, la de atrás.
En mi glorioso amado, las fiestas religiosas también nos reunían. Con el bombo tiraneño
ardiendo día y noche y la mesa humilde convocándonos alrededor de un picante de guata con pata. Y la playa otra vez, a pata pela. Mi madre friendo cojinova, tranquila, con una pilsener al lado. Luego, la mesa improvisada en la arena, felices comiendo pescado frito con arrocito y ensalada chilena.
Hubo tantos momentos. Días en que la abuelita convocaba y llegaba toda la familia a Bolivar #1028. Panorama perfecto, juegos en el patio, en el tendedero, hasta escuchar la palabra mágica… vamos a tomar tecito con pancito y mortadela.
También los velorios nos reunían, en la casa, en la Junta de vecinos, en el club deportivo. Vestidos de negro, pero con el espíritu luminoso y acompañamiento de día y noche. Abrigando la cuerpa con un consomé y una talla que nunca falla.
Y los cumpleaños, uuf, sin producción, solo chocolatito y amor. Mamá amaneciéndose para preparar los bizcochos de la torta manjar durazno. La torta más rica de la vida. Al día siguiente llegaban todos, amigos, vecinos, la familia entera. Una piñata al medio, un palo de escoba para romperla, las pastillas cayendo como la camanchaca. Todos agachados, riendo, como niños en tenaz crecimiento.
El año se va cerrando y la ciudad puerto se viste de Navidad. Como escribió Charles Dickens, la Navidad es ese tiempo en que los corazones se abren. Las tiendas con figuras alegóricas, la librería Glasinovic, las Dos Estrellas, La Confianza. El mes más festivo, más lindo. Tal vez por eso cuesta irse. Tal vez por eso los recuerdos están presentes.
Los carros alegóricos, el tira pastilla viejo cagao. Tradición antigua, masificada por las pesqueras. Como olvidar el » ALF», el «Transformer» llegando a la casa de Marito en pasaje España.Corriendo con los niños detrás de ellos, persiguiendo la aventura y la alegría.
Mamá sirviendo el pan de Pascua y el cola de mono, para recibir a los vecinos, dar un vasito, y conversar hasta tardecito.
¡La mesa familiar otra vez!. Mirarnos a las caras, sonreír, el arbolito encendido. A veces cena, a veces solo cosas dulces y chocolate.
Porque lo esencial nunca fue lo material. Lo material era un símbolo, gesto, excusa. Lo verdaderamente importante era, y sigue siendo, la unión familiar.
Y así, el viaje se aquieta. El Año Nuevo queda pendiente…
Porque mientras exista la familia reunida, el viaje nunca termina.
Sonia Pereira Torrico








