- Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo
Por las arenas del desierto chileno no solo corrieron trenes cargados de salitre. También resonaron versos, canciones y diálogos que encendieron la conciencia de miles de obreros. El teatro proletario fue mucho más que un entretenimiento: fue una tribuna de denuncia y un espacio de dignidad en medio de la explotación.
El salitre y la explosión de la conciencia obrera
A comienzos del siglo XX, las oficinas salitreras del norte de Chile vivían una contradicción feroz: la riqueza que generaban no se reflejaba en el bienestar de los trabajadores, sometidos a jornadas extenuantes, pagos en fichas y una vida marcada por el polvo y la carencia. Frente a ese escenario, el proletariado emergió como fuerza organizada, reclamando mejores condiciones laborales y un futuro más justo.
En medio de huelgas, asambleas y masacres, surgió un aliado inesperado: el teatro. No se trataba de un arte de élite, sino de una herramienta para educar, unir y despertar conciencia. Las obras teatrales nacieron de los propios obreros, quienes encontraron en los escenarios improvisados una voz para contar sus historias.
Filarmónicas obreras: Cultura en el corazón de la pampa
Las primeras semillas del teatro popular germinaron en las filarmónicas obreras, espacios de encuentro donde la música, la poesía y el teatro convivían con la educación autodidacta. Estos centros buscaban la “educación integral” de los trabajadores: cultivar el cuerpo, la mente y el espíritu.
El investigador Moya (2014) explica que allí se reunían anarquistas, socialistas y trabajadores con conciencia de clase. No eran teatros oficiales ni respondían a intereses comerciales. “El objetivo estaba en la divulgación de ideas y en el desarrollo cultural, no en el éxito artístico”, señala Moya. Sin embargo, este teatro aficionado sentó las bases para la llamada Época de Oro del Teatro Chileno.
En estos locales, las veladas culturales incluían obras costumbristas, sainetes españoles y piezas de creación propia, con un claro tinte social. Muchas compañías eran itinerantes, recorriendo oficinas como Humberstone, Dolores, Victoria o Zapiga. El teatro se mezclaba con bailes, música en vivo y conferencias sobre política, filosofía o economía, convirtiendo cada función en un acto de formación colectiva.
Iquique versus la Pampa: Dos escuelas de Teatro Popular
Mientras las filarmónicas de Iquique tendían a ser más ideológicas, en las oficinas salitreras algunas actividades culturales eran patrocinadas por las compañías, como parte de una estrategia para mantener a los obreros dentro de un “circuito controlado” de entretenimiento. Pero esa estrategia terminó jugando en contra de los patrones: los trabajadores se apropiaron de esos espacios para organizar su propia cultura.
La periodista cultural Leonora Reyes (2009) describe estos centros como “espacios propios, donde la autoformación se entrelazaba con la diversión”. Allí las familias encontraban un refugio frente a la rudeza del desierto, aprendiendo desde danzas europeas como el vals o la mazurca hasta temas de actualidad política.
Cuando el teatro humanizó la pampa
Con las filarmónicas, la vida obrera dejó de girar exclusivamente en torno al trabajo y el alcohol. Las veladas teatrales se transformaron en momentos de convivencia y esperanza. Elías Lafertte, dirigente comunista, recuerda en sus memorias cómo estos centros contaban con orquestas, comisiones organizadoras y un ambiente de respeto que distaba mucho de la violencia habitual en las cantinas.
Las obras presentadas solían acompañarse de poemas anarquistas, canciones populares o discursos sobre la realidad social. En 1908, por ejemplo, la Filarmónica Unión Fraternidad de Obreros celebró su noveno aniversario con la comedia trágica El hábito no hace al monje, de Eleodoro Estay, ante más de 250 asistentes.
Un arte cargado de memoria y rebeldía
Las filarmónicas y sus teatros eran más que simples lugares de recreación. Eran depósitos de memoria colectiva, donde se discutían las injusticias de la época y se proyectaba un ideal de sociedad más justa. Los inmigrantes españoles e italianos, portadores de ideas anarquistas y socialistas, influyeron fuertemente en los contenidos de las obras, que abordaban la explotación, la corrupción estatal y la lucha de clases.
El historiador Bravo-Elizondo (1991) define al teatro obrero como “contingente y combativo, centrado en las necesidades de la época y en la conciencia cívica y política del proletariado”. En otras palabras, el escenario se convirtió en un espacio de resistencia cultural frente a las élites.
La modernidad salitrera y el auge de los teatros
A medida que el salitre convertía a Iquique en una ciudad próspera, las compañías comenzaron a construir salas de teatro para la población. Algunas eran simples galpones; otras, verdaderas joyas arquitectónicas. Oficinas como Bellavista, Santa Lucía, Humberstone y Mapocho contaban con teatros que acogían desde zarzuelas y sainetes hasta proyecciones de cine.
No obstante, la segregación social también se hacía evidente en estos espacios: empleados en palcos, obreros en bancas. Humberto Vásquez, en una crónica de 1994, recuerda que en Bellavista “la división de clases se notaba hasta en el teatro, donde los obreros no tenían sillas, sino tablones”.
Luis Emilio Recabarren: El Teatro como Escuela de Conciencia
El auge del teatro proletario tiene un nombre clave: Luis Emilio Recabarren, líder sindical y político que entendió el arte como una herramienta pedagógica y de movilización. Con el apoyo de Elías Lafertte, impulsó el Teatro Obrero en Iquique y en la pampa, utilizando el escenario para educar al trabajador y alejarlo de los vicios sociales.
Díaz (2012) destaca que el teatro popular estaba profundamente vinculado a la “cuestión social”: denunciar las condiciones de explotación y dar voz a los oprimidos. Estas obras no solo entretuvieron, sino que sirvieron como un vehículo para la organización obrera.
Persecución y resistencia
El crecimiento del teatro obrero fue meteórico, pero su auge fue interrumpido por la represión política. Durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927), las organizaciones obreras y sus expresiones culturales fueron perseguidas. Muchos teatristas fueron acusados de comunistas o anarquistas, sufriendo cárcel, destierro o la muerte. El teatro proletario, forjado en la adversidad, se convirtió entonces en un arte clandestino.
Un legado que atraviesa la historia
A pesar de la persecución, el legado del teatro proletario sigue vivo. A partir de 1910, una nueva generación de dramaturgos chilenos comenzó a escribir obras con una fuerte raíz social, desplazando a las compañías extranjeras. Este teatro se consolidó como un espacio donde el pueblo podía verse reflejado y donde se gestaban debates sobre la justicia, la dignidad y la libertad.
El teatro de Iquique y la pampa fue, en definitiva, un grito contra la indiferencia. Una forma de decir, en medio del polvo del desierto: “Aquí estamos, aquí vivimos, aquí soñamos con un mundo mejor”.
Bibliografía citada:
Bravo-Elizondo, Pedro. Teatro Obrero en Chile y América Latina: 1890-1930. Santiago: RIL Editores, 1991.
Díaz, María Angélica. El Teatro Popular en Chile: Raíces y Evolución. Santiago: LOM Ediciones, 2012.
Lafertte, Elías. Vida de un Comunista. Santiago: Editorial LOM, 2012.
Moya, José. Cultura Popular y Teatro en Chile. Valparaíso: Ediciones Universitarias, 2014.
Reyes, Leonora. Educación y Cultura Popular en el Norte Grande. Antofagasta: Ediciones del Norte, 2009.
Vásquez, Humberto. “Crónica de la Pampa.” Revista Camanchaca, Iquique, 1994.
Zegarra, Guillermo. Memorias de la Pampa Salitrera. Iquique: Editorial Regional, 1998.