La noticia de la violenta agresión propinada por un estudiante TEA a una profesora en la localidad de Trehuaco ha conmocionado a la sociedad chilena. Los análisis de profesionales de la educación, significantes paternos y autoridades se han centrado en la ineficacia de las leyes que regulan la inclusión en el aula (ad portas de la promulgación de la Ley de Convivencia Escolar), en la revisión de las políticas públicas y, especialmente, en la necesidad de una transformación cultural que nos permita comprender cómo abordar en las aulas las necesidades educativas de quienes presentan particulares condiciones adaptativas en sus procesos de aprendizaje. Conceptos como “neurodivergencia”, “diversidad” y “necesidades educativas especiales” han poblado el discurso educativo de las últimas semanas. Por ello, parece oportuno revisar, sin ánimo de profundidad, algunas concepciones del fenómeno de la inclusión educativa desde una perspectiva crítica que cuestione nuestras concepciones acerca de este fenómeno que se ha tomado la agenda noticiosa nacional. A continuación, me permito bosquejar tres ideas relevantes, siguiendo los aportes de señeros especialistas como el filósofo y pedagogo Carlos Skliar y la filósofa norteamericana Nel Noddings.
En primer lugar, creo necesario dejar de rotular a niños y niñas TEA (y a todos quienes presente una condición adaptativa particular) como “neurodivergentes”. Todos los seres humanos son neurodivergentes. No existen dos cerebros que se comporten de la misma manera (abundan las investigaciones científicas que argumentan a favor de esta tesis). Parafraseando a Skliar, decir que una persona es neurodivergente es como constatar una realidad: somos seres diferentes y quienes nos dedicamos a educar debemos abrazar sistemas pedagógicos que valoren la diferencia.
Una de las configuraciones que se tejen en torno a la palabra inclusión nos lleva a pensar que los “neurodivergentes” son seres que deben ser incluidos en el aula porque “padecen” una condición (para otros una enfermedad). Son vistos como “extranjeros” que no encajan en las comunidades escolares. Se presume entonces que existen los normales y los anormales, los adaptados y los inadaptados; los “otros” versus el “nosotros”. Son pocos los que intentan comprender la existencia de quienes nos rodean; la regla indica que son los “extranjeros” “los diversos” (palabra que etimológicamente significa enemigo) quienes deben acomodarse a nuestra manera de existir.
¿Y cómo vencer entonces esta fuerza dicotómica que tanto daño le hace a la convivencia humana? La tarea de quien enseña a vivir y a convivir, dice Skliar, es, justamente, la de responder éticamente a la existencia del otro. Este imperativo ético, plantea Nel Noddings, nos obliga a cuidar al otro, a recibir al otro, a confirmar al otro en tanto ser único y diferente.
El desafío es enorme. Definitivamente, estos postulados no serán internalizados por quienes decidimos habitar las escuelas, sino experimentamos una verdadera transformación cultural que supere la insistente pretensión de solucionar todos los problemas educativos a través de leyes, protocolos y directrices. Hace falta algo más; hace falta más humanidad.