Gracias a la vida que me ha dado tanto, la copla de un piano acompaña las memorias y despierta los susurros y voces de un día con Almirante, el fiel compañero de María Estela en la naciente década de los setenta.
Iquique sucumbe a los nuevos cambios y a una nueva obra musical con nuevos barrios, campeones de caza submarina, un cine al aire libre, mechones estudiando al frente de la playa larga y un aeropuerto parando a vehículos para un aterrizaje forzoso. Cuantas familias pampinas se aferraron a la vida y a la esperanza en 1930, pasando por el puente sobre aguas turbulentas, sin calzado, sin luz, sin agua, solo hambre y miseria. Pero un trino de oraciones fueron escuchadas por la Chinita y el Lolo, Iquique sería vista y reconocida por las autoridades de la gran capital.
El aroma a pobreza y chusca revuelta se transforma en trabajo para miles y miles de pechos hambrientos. Puerto querido, puerto amado, reflotas como el ave fénix, como el vuelo de un pájaro andino por los cerros morenos. Quieren casa, techo, árbol, agua y dinero para comer y vestir a todos los niños del puerto. Las tierras tomadas conquistan nombres de poblaciones como la John Kennedy, San Carlos, Norte Hospital, Caupolicán , Pueblo Nuevo, entre otros más. Las canchas de tierra elevan con medallas y copas a grandes deportistas del boxeo, fútbol, natación y básquetbol. El puerto se colma de estrellas, sí también de victorias, ya no somos el pueblo olvidado y pisoteado, somos la tierra de campeones. Más allá de los clubes deportivos, casas de techos planos y quintas, existe el regimiento Granaderos, cuyo simbolismo se concentra en el izamiento de la bandera. A las seis de la tarde, la bajaban y Cavancha, la playa lejana de épocas pasadas, se despoblaba porque era la hora de la marcha y regreso a casa. Este vía crucis o clásico peregrinar se repite en todas las generaciones como una canción aprendida, la morrina Celia Torres relata regresar a casa felices, después de bañarse con sus hermanos en el transcurso de la tarde. Hugo Maldonado, se emociona al contar la misma historia con sus padres y abuelitos. E
n los ochenta, la bajada de la bandera representaba el minuto final para terminar el pasatiempo de grandes y chicos, capeando tumbos ( la de atrás, la de atrás), nadando hasta la balsa, haciendo el Superman en el pecho, botando el palito de helado sobre un cúmulo de arena. En el camino, reías con los amigos, con la espalda ardiendo por los rayos del sol. Algunos se quejaban, porque la piel deshojaba capas de insolaciones pasadas. No había plata para el micro, las últimas chauchas se gastaban comprando un cuchufli barquillo o un chupete helado de Constela. La bajada de la bandera anunciaba que era hora de volver a casa, abrazar a la abuela, tomar tecito con cedrón y hierbaluisa con un pan batío con mortadela y mantequilla.
Cavancha inmortal, hermosa con las copas morenas y el dragón dormido gobernando las murallas y el telón de fondo. María Estela es la princesa de las playas y de los templados otoños e inviernos. Sumergida en la arena, relata sus vivencias, en compañía de su fiel amigo, esperando el amor y los viajes por otros rincones, más siempre vuelve al terruño donde creció entre quintas y el cariño a manos llenas. Ella no olvida la bocanada de amigos que se han cruzado en su camino, tampoco esta postal que refleja su inconmensurable capacidad de amar.
Sonia Pereira Torrico