Por Felipe Miranda, country manager de LF Chile
En estas fechas (muy recientes) de calabazas y máscaras, cuando los disfraces se mezclan con las luces de neón y niñas y niños recorren los barrios bajo la consigna de “dulce o travesura”, vale la pena detenerse a pensar en las otras máscaras – menos inocentes- que revelan las encuestas sobre la confianza en las instituciones.
Más allá de los disfraces de temporada, el país también parece llevar los suyos durante todo el año. Esta semana se conoció la última medición del Centro de Estudios Públicos (CEP), que nos recuerda que en Chile vivimos en una permanente “noche de disfraces”, donde las apariencias intentan cubrir una realidad inquietante. La delincuencia, los asaltos y los robos encabezan con un 61 % las preocupaciones ciudadanas, seguidos por la salud (38 %) y el empleo (26 %). Mientras tanto, el Gobierno apenas alcanza un 20 % de confianza, el Congreso un 8 % y los partidos políticos un 4 %.
En contraste, las instituciones vinculadas al orden y la seguridad – la PDI (59%) y Carabineros (56 %) – concentran buena parte del capital reputacional disponible, seguidas por las universidades (54 %) y las Fuerzas Armadas (53 %). El mensaje es claro: los ciudadanos confían menos en los discursos y más en quienes entregan resultados. En un país que demanda certezas, la eficiencia y la credibilidad se han transformado en las nuevas monedas de cambio.
En logística lo sabemos bien: el sistema colapsa cuando falla la coordinación. No basta con que los camiones lleguen; se requiere trazabilidad, planificación y sincronía. Lo mismo ocurre con la confianza pública: cuando los ciudadanos no perciben coherencia entre lo que se promete y lo que se entrega, la cadena reputacional se rompe.
En este escenario, las empresas privadas alcanzan un 27 % de confianza, superando al propio sistema de salud (25 %) y a las municipalidades (25 %). Puede parecer un porcentaje modesto, pero en un ecosistema de desconfianza institucional representa un activo relevante. Las compañías están dejando de ser vistas solo como actores económicos para convertirse en referentes de gestión, cumplimiento y estabilidad. La confianza que antes se reservaba al Estado hoy se traslada, parcialmente, al mundo privado, donde la ciudadanía percibe capacidad de respuesta, innovación y resultados medibles.
La encuesta también deja entrever algo revelador: una mayoría asocia la capacidad de resolver la delincuencia con figuras o instituciones vinculadas al orden y la disciplina. Más allá de las preferencias políticas, esto refleja una demanda por sistemas que funcionen con predictibilidad y resultados verificables. En el mundo de la logística, las “travesuras” se traducen en ineficiencias: desvíos de ruta, quiebres de stock o procesos duplicados. En la política, esas mismas distorsiones adoptan la forma de promesas incumplidas, diagnósticos parciales o gestiones fragmentadas.
Halloween nos recuerda que los disfraces duran poco. Lo relevante no es el personaje, sino la capacidad de cumplir la promesa detrás del disfraz. En logística, la confianza se construye en la última milla: ese momento crítico en que la promesa se convierte en experiencia tangible. Y, a diferencia de una noche de Halloween, la incertidumbre operativa tiene costos reales: erosiona el EBITDA de las empresas, reduce la competitividad del país e impacta la calidad de vida de todos.
La buena noticia es que esto no es una película de terror sin final feliz. La tecnología y las mejores prácticas permiten convertir la incertidumbre en ventaja competitiva. Pero para eso hay que dejar atrás los disfraces de la improvisación y abrazar la disciplina de la excelencia operativa. En un país donde los ciudadanos ya no esperan milagros, sino entregas a tiempo, el desafío de Chile no es tanto político como logístico: volver a sincronizar las rutas de confianza, credibilidad y resultados.
Porque cuando eso falla, no hay disfraz que oculte la desconfianza, ni dulce que compense la travesura.









