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Los Arbolitos, Sonia Pereira Torrico

6 octubre, 2024
en Columnistas
Los Arbolitos, Sonia Pereira Torrico
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Cuando los pasos de los caminantes me despiertan, dejo atrás todas las fiestas, todas las calles donde he perdido el tiempo, aún confundido por el eco, de palabras sin objeto, y espero descubrir los astros escondidos, que brillarán en la eternidad de un día. ( «Viaje», Jorge Teillier)

Viajar ha sido una necesidad vital del ser humano, tanto para su subsistencia como para su imaginación. Traspasar las fronteras de su pequeño mundo es aceptar de alguna manera, el llamado a la aventura, a los sueños, la libertad, la conquista, la sobrevivencia y la locura.

El aroma a pan tostado me enloquece en esta fría mañana en la ciudad de la Serena, de alguna manera enciende la caldera de los recuerdos y los vuelos de artistas y parroquianos por los lugares fuera del puerto. De niña colocaba atención a los viajes del pasado, cuando las distancias se acortaban con el longino o el bus desde el puerto de mi amor a Santiago.

Para llegar a la capital, el viaje en tren era lento y demoraba cuatro días y tres noches, nunca llegaba a la hora. Sin embargo, en esas extensas jornadas los pasajeros iban formando lazos de amistad y compañerismo. Mi tío Chumingo recuerda viajar al «Festival de San Bernardo» con el grupo folclórico  «Historiadores de la  Pampa». Tocaban la guitarra, amenizaban con canciones en los vagones. No obstante, el servicio ferroviario fue perdiendo competitividad frente al transporte terrestre y aéreo. En los 70, se produce un proceso de desmantelamiento de líneas férreas. ¡Holocausto para los poetas!, Neruda que llegó a Santiago en tren, Violeta Parra desde Chillán a la capital; investigando el folclore nacional, Teillier de su natal Lautaro a bordo en los trenes sin regreso y Pablo de Rokha cargando en una maleta, los sueños en tinta roja; recorriendo en un tren de sur a norte, los aromas y sabores intensos. 

Viajar es sinónimo de amar, crear, soñar, descubrir el milagro de la alborada y el último crepúsculo que dibuja la explanada de la pampa. En cada estación, habitan almas, aromas y costumbres indulgentes con el peregrino, el forastero, el conocido y el desconocido. La felicidad no cabe en la palma de la mano, a medida que un rayito de sol ingresa por la ventana del viajero, entre medio de sus dedos. ¡Qué ganas de viajar! repetía mi papá, mientras observaba un bus saliendo del terminal, yo también lo siento ahora y la historia deviene cuando la tierra era otra, en un Iquique de los techos planos y de amigos fecundos. La mayoría viajábamos por tierra, los privilegiados por aire, aterrizando en un aeropuerto al costado del estadio y de la playa más linda. Viajar en bus  «Fénix», «Carmelita’ o «Zambrano» era una odisea, con 45 asientos, un baño, se fumaba, se escuchaba el llanto de los niños, no obstante se generaba vínculos afectivos entre los pasajeros, el chófer y el auxiliar por lo vasto del viaje. Anécdotas miles, como quedarse en panne en pleno desierto y esperar otro bus para el nuevo sendero, taparse las narices por el nauseabundo olor proveniente del baño. Bajarse en Quillagua a las 4 de la mañana, adormecidos, con los jirones del cabello revuelto y exigiendo una explicación de este sacrilegio. Empero, la alegría llegaba en pleno coro de pasajeros, con el advenimiento de un lugar muy singular, parte del variado retrato de posadas y picadas de nuestro largo y angosto país, quién no ha probado una cazuela de ave en estas paradas. Aquí o más bien allá, en la ciudad de Chañaral, por la ruta, camino al sur, se encontraba la posada » Los arbolitos». Descender a este lugar se asemejaba el descanso eterno a diferencia del despertar violento en pleno desierto. Las sonrisas se multiplicaban por doquier, cada pasajero tenía un vale o un número, no lo recuerdo bien, mis años eran breves más no lo perfumoso del enjundioso menú. A la suerte de la olla, se podía almorzar o cenar según la hora. O engullías un rico pescado frito con arroz y ensalada chilena a la una de la tarde o una cazuelita de ave bajo la luz de la luna. En ambos paisajes, se olvidaban los temores, las horas de viaje, y el cansancio. Había que aprovechar al máximo los 45 minutos para comer, conversar, fumarse un cigarrito y estirar las piernas. Los más altos padecían en sus asientos, encogiendo la cuerpá. El iquiqueño es conocido, mi abuelita saludaba a sus amigas enfermeras de la otra mesa, otro enterándose que un tío había fallecido, que un sobrino había sido padre, se reencontraban los amigos del colegio, del liceo y del barrio. ¿ Cómo estamos?, «bien poh», ¿cómo está su mamá?, y ¿salió campeón el Rápido?, «yo hace tiempo que no voy a la tirana», «voy a Santiago al hospital a hacerme unos exámenes «, «se murió mi papito y no alcancé a despedirme de él «, parte del universo de las palabras y señas.

Me parecía curioso el personaje del auxiliar, se comportaba como un gran seductor, muy amable con las más jovencitas, por sí las moscas, para un cita en alguna plaza citadina. Me entretenía en demasía está experiencia, hasta pasar el pancito por el platito.

 Era hora de regresar al bus, faltaban muchas horas por llegar a destino, uf, los ronquidos estaban a la orden del día, ni un respeto reclamaba la abuelita, salvó cuando dormía y se unía al coro del infierno. Yo me tapaba las orejas, y seguía mirando el paisaje por la ventana, no quería perderme el concierto de crepúsculos y arboladas silentes. Los paisajes iban cambiando de marrón a verde limón, ya extrañaba mi tierra con olor a mango, naranja y guayaba, pero había que hacerlo, y uno cuando era chiquitita obedecía no más, porque así era la vidita y las creencias de la abuelita más linda. 

Fueron unas vacaciones inolvidables, regresamos nuevamente desde Viña del mar hasta el terminal de buses Fénix en calle Aníbal Pinto frente a la plaza Prat, sin antes hacer una parada por 45 minutos, en la posada más famosa de los chilenos y los eternos viajeros.

Sonia Pereira Torrico 

Fotografía: Grupo «Foto de mi Iquique Antaño y Salitreras»

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