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Magia, por Sonia Pereira Torrico 

8 junio, 2025
en Columnistas
Las Alas Negras, 100 años de vida y pasión por el deporte, por Sonia Pereira Torrico
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Anita era una chiquilla feliz, de sonrisa fácil y pies inquietos. Antes de llegar a la escuela 2, había cursado dos años en el Liceo A-11, un lugar que todavía habitaba en su memoria como un territorio inmenso, lleno de secretos, juegos y canciones. Amaba ese liceo con la intensidad con la que sólo un niño puede amar, como si fuera un castillo de verdad, con murallas de cemento y torres encumbradas al cielo.

Lo que más le gustaba era el patio. Ahí, junto a los demás niños, brincaba al unísono con “Manzanita del Perú” o “Chascona chascona, date media vuelta”.

En uno de los rincones del liceo, había un pequeño negocio atendido por una señora de delantal cuadrillé rojo, siempre rodeada de sabores dulces y salados. Vendía helados de agua, pancitos con mortadela, sapitos, pastillas Media Hora, Kapos, guagüitas e Inkat.

Pero nada se comparaba con las tardes que pasaba junto a Sonita, su mejor amiga. La manguita Torrico, le decían, porque su papá, el Mango Torrico, era fanático de los mangos y solía llevar uno en cada bolsillo. Sonita era hija de la señora de una oficina Pampina y compañera del tercero básico A. Era trigueña, chiquitita, con el cabello negro y brillante como la noche y unos ojos almendrados que parecían brillar con luz propia.

Sonita vivía en un lugar especial, una casa vieja en el corazón del barrio El Morro, muy parecida a la vecindad del Chavo del Ocho, ese programa que todos los niños de la época veían y adoraban. Estaba en la calle Gorostiaga, antes de llegar a Pedro Lagos. Las vecinas se saludaban como hermanas, los hombres conversaban con un cigarro en la boca sobre la última jugada del Loco Erlich, y los niños jugaban amontonados, a la pelota, a las bolitas o a la escondida.

La casa de Sonita se reconocía por un pascuero desteñido en la entrada. Era un lugar sencillo, con puertas desiguales y paredes de madera resquebrajada. Pero para los ojos de Anita, ese era un castillo encantado. Los espacios eran pequeños, sí, pero de calor humano. El aroma a té con cedrón y hierba luisa conjugaba de una manera singular con los gritos de los vecinos, los reclamos por alguna travesura, la llegada del vendedor de yogurt, el afilador de cuchillos o el hombre que cambiaba cachureos por plantas. Qué tiempos aquellos, como me gustaría, como narradora de esta historia, ser parte de este cuento y unirme a la ronda de San Miguel de nuestras protagonistas.

Un día de invierno, tras una tarde de clases, Anita fue a casa de Sonita. La camanchaca había llegado a la línea del tren, por lo cual, la garúa dejó el suelo húmedo y las tablas crujían más de la cuenta. Pero eso no les importaba. Apenas entraron, corrieron al patio trasero, donde el barro formaba pequeños charcos.

—¡Hoy jugamos a las muñecas!, gritó Sonita, sacando una caja de zapatos vieja donde guardaba una colección  de muñecas, retocadas con botones, lanas y vestidos cosidos por su madre. 

Anita eligió una de trapo, de vestido floreado. 

—¡Esta se va a casar con este!, decía Anita, mientras Sonita organizaba una boda.

Y entonces,  la mamá de Sonita apareció desde la puerta vetusta con una bandeja de hallullitas calentitas con margarina.

Parecía magia de verdad. Después del festín, jugaron a la escondida. 

Pasaron los años. Anita creció, cruzó fronteras, estudió, trabajó y construyó una nueva vida lejos del mar, en la lejana Canadá. Pero el barrio El Morro seguía latiendo en su pecho. Un día, decidió volver,  con la maleta llena de regalos y el corazón latiendo de emoción por volver a ver a su amiga de infancia.

Pero al llegar a Iquique, la vecindad había desaparecido y en sus cimientos, una residencial de cuatro pisos. Y Sonita… ya no estaba.

Una vecina de cabellos blancos , le  dio la triste noticia. Una extraña enfermedad se la había llevado años atrás.

—Esto es para ti, Anita, asintió la viejecita.

Dentro de la caja estaba la muñeca de trapo. Anita llevaba su propia muñeca en el bolso. 

En ese instante, abrazó con frenesí a  ambas muñecas y supo  con certeza que nunca más se separaría de ella. Porque la verdadera amistad no se borra con la distancia, ni con el tiempo, ni siquiera con la muerte.Y en lo más profundo de su corazón, como en ese patio de juegos encantados, la magia aún vivía entre estas dos amigas .

Sonia Pereira Torrico 

Fotografía: Hernán Pereira Palomo 

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