Nos fuimos de mi adorado Barrio El Morro a vivir a una casa esquina en calle Ramírez con Bolívar. En la época del salitre, Bolívar era una arteria importante, funcionaba la
Aduana, el edificio del Telégrafo, el Banco Nacional, la Bomba Española N° 1, el Banco Central, una naviera, Seguros y Vapores La Victoria y el edificio de correos.
Tenía la poderosa sensación, que la familia hacía todo lo posible por mejorar la calidad de vida de todos, pero algo sucedía que siempre terminaba truncando los planes, exceso de confianza o, simplemente, fatalidad. Sin embargo, los grises se disolvían gracias a los nuevos vecinos, como la familia Soria, que le subían el pelo a este barrio de madera.
Mi pieza tenía una ventana que daba justo a la catedral. Desde ahí era testigo silenciosa de velorios, funerales, bautizos y matrimonios; la vida y la muerte pasaban frente a mí cada día, como escenas que alguien proyectaba solo para mí. Extrañaba a mis amigos, pero sobre todo el aire marino. Sentía que me estaba secando por dentro, como esas plantas que se marchitan lejos del sol. Me faltaba el aliento; me estaba muriendo un poco por dentro.
Vivíamos ahora a dos cuadras de la plaza Condell y del bullicio de micros y autos que parecían no cesar nunca. Me levantaba temprano, con ese lento despertar que traen las vacaciones de invierno, sin colegio, sin jumper, sin el estruendoso talán de la campana.
Era 1990, aún retumban en mi memoria las canciones de Grease (Brillantina) y de Juan Luis Guerra, que bailamos en la fiesta de gala celebrada en Playa Brava. Recuerdo que bailé con María José Caucoto, inventando pasos para sentirnos grandes, para parecer seguras aunque por dentro temblábamos. Eligieron a los reyes del aniversario, se entregaron los premios de las alianzas, y después bailamos hasta bien tarde, con un clásico lento de Jon Secada.
El corazón me latía a mil por hora, sobre todo porque el chico que me gustaba no me dio ni la hora, ni siquiera supo de mi existencia. Pero con esta timidez mía, difícilmente iba a adivinar lo que sentía por él. Mejor lo escribía en secreto, en mi nuevo diario comprado en el centro.
Al principio, vivir en este nuevo barrio me parecía un desierto, faltaban varios milímetros de agua para que florecieran margaritas, claveles o jazmines. Me sentía nostálgica, aferrada a las imágenes de mis vecinos de siempre, de los amigos y de los perros callejeros que conocía por nombre. Pero también descubrí que me agradaba el olor a pino oregón de esta casa, el crujir de las tablas más viejas, los sonidos nuevos que iban llenando mis mañanas.
Desayunaba pan tostado mirando el matinal Buenos Días a Todos, mientras aparecía un trencito que hacía ganar premios a grandes y chicos. Por un momento pensé en llamar y concursar, pero lo mío siempre fue mandar cartas al correo, que por suerte estaba a pasos de mi ventana. Esa pequeña idea me alegraba la mañana.
También me alegraba saber que llegarían los primos de Calama. Siempre se repetía el ritual, ofrecerles las mejores camas, las frazadas más gruesas y las almohadas más blandas. Y luego ir a pasear a La Huayca, La Tirana, Pica, Las Covaderas… esos lugares llenos de historia donde nacieron mi tío y mi santa madre.
Me encantaba andar a pata pelada o usar las chalas que me habían regalado en la Navidad pasada. Extrañaba a mis compañeras, pero planeaba invitarlas, grabar música de la radio en cassettes, bailar y reírnos. Ojalá saliera todo bien, sin el reclame ni la voz del locutor arruinando la grabación. Aún me dolía la última vez, cuando estuve dos horas esperando para grabar una canción de Madonna y, justo entonces, un anuncio de zapatillas Elria me estropeó el momento.
Pensaba también en ir a los juegos o a la Fisa, como le dicen en el puerto. Allá, entre comerciantes rezagados de la fiesta de La Tirana, tal vez podía encontrar algo para mí: un jeans Parada 111, una polera imitación Maui, un casette pirata de Red Hot Chili Peppers.
De a poco, me iba reconciliando con este nuevo barrio, entendiendo que los recuerdos no se pierden, se guardan, se acomodan y a veces vuelven a florecer cuando menos lo esperas. Salía a caminar por la plaza de los jubilados, escuchaba historias de la pampa y del boxeo de antaño, les daba miguitas a las palomas, saludaba al señor de la cámara de cajón, leía los titulares de los diarios en calle Tarapacá, y miraba de reojo por si seguía allí mi mochila Il Giocco, de la Joven Ideal.
Quizás, pensé, no era tan malo este cambio. A veces se trata solo de aprender a mirar con otros ojos, de encontrar la belleza escondida entre el olor del pino oregón, el pan tostado de la mañana y las voces nuevas que llegan para quedarse.
Porque el corazón siempre se queda un rato en el barrio antiguo… pero también aprende, poco a poco, a latir en el barrio nuevo.
Sonia Pereira Torrico
