Por José Pedro Hernández, Historiador y académico Universidad de Las Américas
Cuando recorremos Chile, siempre nos sorprende uno que otro nombre de alguna localidad, de esos pueblos escondidos, pero que, por lo curioso, son difíciles de olvidar. Ahí, en ese mapa lleno de rincones, aparece Quitacalzón, a solo 20 minutos de Valdivia. Y, claro, apenas uno escucha el nombre, la imaginación se dispara. ¿De dónde viene? ¿Lo sabrán sus habitantes? ¿Será cierto lo que se cuenta? Como suele ocurrir, las versiones se cruzan, se enredan, se exageran y se heredan, hasta formar un tejido donde el mito y la realidad conviven sin necesidad de pedir permiso. Y, al final, quizás todos tengan algo de razón. Porque así son las historias de pueblo, convertidas en un mosaico donde la identidad se va armando entre risas, memoria y tradición.
Las primeras referencias nos llevan al Chile colonial, cuando el “calzón” era ese pantalón que llegaba un poco más abajo de la rodilla. Cuentan que, por esos años, en lo que hoy es el sector rural de Las Ánimas, existía una laguna o un brazo de río que obligaba a los viajeros a quitarse la prenda para cruzar. Nada glamoroso, nada pícaro, solo sentido práctico. Y en una localidad lluviosa como Valdivia, que alguien prefiera pasar descalzo y sin calzones antes que andar el día entero con ropa mojada, es una historia perfectamente razonable.
Otra versión, igual de sabrosa, asegura que ni los propios habitantes saben a ciencia cierta el origen del nombre, pero que antaño era tradición recibir al viajero con comida. Y como en Chile no falta la ironía bien puesta, más de alguno habrá asociado aquello con los famosos “calzones rotos”, esos dulces fritos que parecen inventados especialmente para acompañar sobremesas de invierno. Si uno escucha la anécdota con cariño, dan ganas de creer que Quitacalzón era un lugar de abrigo para el caminante hambriento.
También se habla de un colono indeciso, que dudaba si desvestirse o no para cruzar el estero que bautizó el sector. Podría pensarse que un bote habría solucionado el problema, pero los inviernos valdivianos no perdonan, con el caudal crecido y el barro asegurado, más de alguno terminó cruzando “como Dios lo trajo al mundo”, solo para mantener seca la ropa del día. Un gesto tan sencillo como humano, que con los años terminó grabado en el nombre del lugar.
Hoy, Quitacalzón recibe viajeros que buscan naturaleza. Y quizá sin saberlo, todos ellos pisan un territorio donde la historia se cuenta entre guiños, donde la vida cotidiana del pasado se convierte en anécdota, y donde un simple cruce de agua terminó bautizando un pedazo de Chile.
Y si bien circulan varias versiones sobre el origen de su nombre, cada uno puede adoptar la que más le resuene. Al final, lo importante es que esa curiosidad nos despierte las ganas de conocer mejor nuestra historia… y por qué no, de visitar alguna vez el propio Quitacalzón.








