Por Iván Vera-Pinto Soto
Cientista social, pedagogo y dramaturgo
Hay obras que nacen del hambre. No del apetito gastronómico, sino del otro: ese que roe la dignidad, la memoria y la ternura colectiva. Tenedor libre para los condenados a la esperanza surgió de esa carencia profunda: de ver un país —y un planeta— que mastica su propio dolor entre promesas vencidas, guerras mediáticas y nostalgias que se niegan a morir.
En esta creación, tres figuras —Chicho, Mateo y Virgen— empujan una carreta por un desierto que podría ser Atacama o cualquier territorio arrasado por la codicia. No son héroes ni mártires, sino restos de humanidad en tránsito. Llevan huesos, trastos y consignas que resuenan como relámpagos de humor desesperado: “¡Menos bombas, más empanadas!” o “¡Maten al odio, no al vecino!”. En esa carcajada deformada se instala la tragedia de nuestro tiempo.
Reconozco que no escribo para agradar, sino para sacudir conciencias. Prefiero lo incómodo, lo que perturba. Como advertía Antonin Artaud, el teatro debe ser una peste que contagie al espectador con la lucidez del espanto. La mía es la ironía: un banquete grotesco donde se sirve carne de pueblo, sazonada con desesperación, y se brinda con botellas vacías. En ese sentido, Tenedor libre no es una metáfora lejana: es el espejo roto de una sociedad que festeja su propia decadencia mientras tararea, sin notarlo, el estribillo de un bolero.
En un momento de la trama, Virgen dice: “Si algún día escarban nuestros huesos… que sepan que resistimos con tenedores, no con rifles.” Esa frase condensa el espíritu del montaje: la épica de lo doméstico, la rebeldía desde lo pequeño, la dignidad que sobrevive incluso entre los escombros.
Quizás por eso la obra se mueve entre el absurdo y la poesía. Como si Samuel Beckett se encontrara con Violeta Parra en medio del desierto. Chicho, el gasfíter filosófico, repite que “la esperanza no se atrapa, te empuja”; Mateo, archivista del desencanto, convierte cada gesto en un expediente del alma; y Virgen, cantinera y santa profana, brinda con los muertos y acaricia los recuerdos como si fueran heridas. Los tres encarnan lo que Walter Benjamin llamó “los despojos de la historia”: seres anónimos que todavía cantan en medio del derrumbe.
No hay redención en esta comedia negra de resistencia y delirio. Lo que busco es que el público se mire en el espejo de la risa amarga y descubra que el humor también puede ser un arma de lucidez. Porque la guerra no siempre se libra con balas: también con el lenguaje, con la memoria, con el gesto que se niega a desaparecer. Como advierte Zygmunt Bauman, vivimos en una “modernidad líquida” donde todo se disuelve, incluso el sentido. Y sin embargo, el teatro sigue siendo ese espacio donde lo efímero se vuelve verdad por unos instantes.
Aun así, no renuncio al milagro escénico: ese momento en que un cuerpo encarna lo que ya no tiene nombre. Por eso la obra culmina con un gesto mínimo: tres sobrevivientes alzan sus tenedores al cielo. No tienen rifles ni banderas, solo utensilios domésticos, símbolo de la subsistencia y la dignidad. Ese tenedor se convierte en un emblema del derecho a seguir imaginando, aunque el hambre —física o espiritual— no se sacie nunca.
Tenedor libre para los condenados a la esperanza no busca reconciliar, sino despertar. Recordar que aún es posible bailar entre las sombras, cantar un bolero en la trinchera y afirmar, con un poco de locura, que seguimos vivos. Y mientras haya alguien que levante su tenedor, aunque sea de hojalata, quedará un lugar en la historia para el próximo brindis.









