Necesitaba urgentemente salir de ese lugar lúgubre, colmado de caras conocidas y desconocidas, claveles pisando el césped de cemento con olor a cera recién comprada en el almacén de al frente, y el nido de un ángel con destino a un tren sin regreso, ese que elegía el poeta Jorge Teillier para caer inmerso en el olor a tierra mojada y al pan fresco preparado por la abuela de los cien años. Aquí en el otro extremo, la tierra temblaba sin cesar, estaba furiosa y encabritada porque se había ido al patio de los callados la madrecita hermosa. Encendí el motor con miedo, apreté el acelerador para arrancar y tener un día en santa paz. La radio sintonizaba la Pudahuel de Pablo Aguilera, con un temón para hacer bailar a pobres y cuicos, de la sabrosa Celia Cruz. «No hay que llorar, que la vida es un carnaval y las penas se van cantando», parte de la letra. La voz de la cubana y el azúcar revuelto, me puso moviendo la patitas en una pista imaginaria con un ex pololo de la universidad, del cual todavía seguía pensando, aunque ya habíamos terminado. Que fastidio, pero un amor tan bonito como el nuestro es difícil de olvidar a los veinte, cuando creías que la vida era un carnaval y las penas se van cantando, y ahogando silenciosamente en un lugar llamado.. Manuel Plaza.
Manuel Plaza como muchos de nuestros deportista surgidos en la primera parte del Siglo XX, era de orígenes humildes. Es reconocido por ser el mejor atleta de nuestra historia, principalmente por la medalla de plata que consiguió en los Juegos Olímpicos de Amsterdan en 1928. Pero su consagración llegó cuatro años antes, en el Sudamericano de Brasil de 1924, donde ganó en todo lo que compitió transformándose en el Rey del atletismo continental.
Mientras seguía poniéndole wendy y olvidando la tormenta; pensaba paralelamente que los 2000 iba a ser un símil a la vida de los ‘Supersónicos», autos volando; casas suspendidas por grandes soportes y muchos robots. Igualmente, falsos profetas vaticinaban que los medios de comunicación iban a colapsar y sucederían inesperadamente apagones en todo el mundo. Nada de eso sucedió, la vida siguió igual y mi casa siguió enraizada como el más noble de los árboles, hasta la partida de mamá.
La calle Manuel Plaza se convirtió desde ese entonces en mi segundo hogar, lleno de amigos y perros callejeros , buscando un sueño y olvidando la lluvia a cántaro del sur en el desierto. Recordaba a los mechones forever de 1975, sus etéreos cuerpos y melenas prominentes caminando relajados , casi agradecidos por los gallineros de la ex universidad de Chile. Después de ti, no hay nada, dice la canción, pues sí, después de los gallineros, sólo la inmensidad del dragón dormido, atento, silente y resguardando un pequeño glorioso inocente que algún día la grúa de cemento se lo llevaría poco a poco.
Si no estaba en clases con el profe Bernardo, permanecía afuera conversando, abriendo el desayuno con pan batío, el almuerzo o enguyendo un completo donde las tías. También probando un churrasco palta donde Carolo en un stand instalado en la puerta de la universidad. Un callejero estaba atento y alerta para acompañarte, y recibir la caricia de una miguita para seguir la brisa marina expulsada por la ex playa larga, esa donde se sacaban las machas bailando twist con la cimarra.
Así como la juventud citadina giraba en torno la plaza Prat y el tontódromo en los 70, los cabros de los 90 vivíamos penas y alegrías en un lugar llamado Manuel Plaza. Había de todo para la existencia, picadas, librería, pensiones, residentes, la «botilleria El Tío» para calmar la sed y el proceder del carrete Iquiqueño los 365 días del año. Oh, las lucas eran escasas, yo sólo estudiaba, me las gastaba en fotocopias, ropa del terminal agropecuario, su promo de un completo con vaso de bebida a $800 pesos, el cigarrito de la risa pristina y un viajecito en radio taxi rocar. Para el beber y el compartir, un humilde Clery, vino en caja o un bebraje etílico de mala reputación. Éramos jóvenes, unos rebeldes con causa, de espíritu combativo y principalmente soñadores, dispuestos a cambiar el mundo, que no pudieron conquistar nuestros padres y que la nobleza de una nueva era estaba dispuesta a cambiar una mentalidad, más crítica, más constructiva en igualdad de derechos y deberes.
Por calle Manuel Plaza, esperábamos hasta altas horas de la madrugada la última nota de una guitarra, el minuto final de un partido en la cancha de la universidad, el ansia por ingresar con prontitud a un recital de «Los Chanchos en Piedra» o «Mauricio Redoles» con su quién mató a Gaete , el copete, el copete en semana mechona, la vigilia y expectación por un nuevo paro universitario.
Así como la gallada se juntaba en el kiosco de don Manuel González para ponerse al día y comprar el diario, muchos elegíamos la noche para sentarnos en la cuneta de Manuel Plaza y seguir con la fiesta, deshojando risas, porfías, tristezas y secretos en un sorbito de cariño o un puchito pal olvido. Se nos pasó la mano a veces con el sentir y el desahogo, nos fuimos a un calabozo por una noche oscura. Pero fuimos felices, visionarios, insistentes, quisimos guardar un retrato en el estrellato para contarlo, un robo a la luz de la luna permitido por la osadía de la premura. Al fin de cuentas, los mejores amigos, aventuras y momentos los viví en un lugar llamado Manuel Plaza de Iquique.
Sonia Pereira Torrico