A media hora del glorioso, se encuentra la playita de mis amores; «Folker». Es una tradición en el segundo mes del año, aprovechar las playas del litoral para escapar y desconectarse de lo cotidiano y lo mundano. Mis abuelos se bañaban en la playa El Colorado, de aguas mansas y claras, de Juanes y Julios pescando, mariscando y nadando arriba quemando el sol. Mis padres siguieron la tradición en Cavancha, la poza de los caballos y El Buque Varado. Yo en la década de los ochenta, era tan feliz con mis amigos, capeando un tumbo en la Hostería o tirandome un piquero en la poza de los gringos. Sumergir mis pies en la arena, para luego acariciarlos con los besos del mar cristalino era simplemente un respirar en paz para que los demás respiren. Pareciera embriagarme de su aroma y de los recuerdos que se agolpan a manera de canciones de gaviotas.
Vislumbró la nueva explanada, donde se anclan las nuevas familias de los barrios viejos y nuevos, tales se establecen indefectiblemente por un mes o más, como si fuese ayer. Sin embargo la tierra del verano eterno, cambió de paradigma. Las personas ya no van acampar si no a vivir en este periodo estival. ¿Qué significa esto?, no es suficiente acampar por unos días; disfrutar un jarro enlozado de tecito iquiqueño con huevos cocidos es una mera nimiedad. Para dicho cometido, se lleva la casa de Orella 1212, Vivar 1455 o el departamento 102 del block A-2 de la remodelación a las arenas costeras.
En la infancia de Chanavayita, dormía en carpa de saco , probaba la cojinova frita de mi mamita con ensalada chilena en una mesa plegable, jugaba al carioca con la lumbrera de una vela agónica, lavaba la loza en la orilla de la marea baja, sujeta al telón del concierto de pelícanos, lobos marinos y una pequeña radio vetusta del tío pampino. Un ítem modesto era suficiente para sobrevivir, para jugar a la chaya con los primos y pelusear con el chiquillo de las rocas, ese que no puedo olvidar a pesar del paso inexorable del tiempo. ¿Qué será de él?, amará este espacio vital tanto como yo. ¿Su tez morena brillará tanto como el mar en el atardecer?, ¿su pelo crespo seguirá entrelazado con los vientos alicios?. Sólo conservo nuestros juegos de niños en los roqueríos a punta de chope y chinguillo. ¿Dónde estará ?, quizás aquí , entremedio de la ensenada y su gente o simplemente es parte de mi imaginación e ilusión.
Camino sobre la tibia alfombra arenosa, sin miedo a lo prohibido. Y un exquisito aroma a pan amasado atrapa este claro proceder, me dirijo al origen de todos los placeres, bendito sea el pan que activa los sentidos. Una buena señora hornea puñados de harina en un horno improvisado. Solicité a los dueños de casa o carpa, descansar en un llamativo sillón rojo. ¡Es increíble!, esta pequeña casa rodante , posee un living, led, motor, baño químico, cocina, refrigerador, equipo musical, microondas y una alfombra de color rojo.
Le manifiesto a la señora, la antología de mi vida , cómo acampar en los 80 y no morir en el intento, ella ríe respondiéndome, ¡mija! no se quede atrapada en el pasado, ahora es lo mismo, pero a todo pasto, de lujo, me entiende. Aparte que en esta calurosa estación, aprovecho de ganarme unos pesitos, amasando pan, preparando berlines y en la noche vendiendo pisco sour y ceviches de palometa. ¡Ya tú sabes mija!, hay que ingeniárselas como uno pueda. La crisis nos dejó pato pato, bueno nunca tanto,jajaja, vuelve a reír.
Bueno a la nochecita le cobro la palabra, y vengo por mi traguito, le contesté sin miedo al ridículo a esta simpática mujer.¿ El sour lo prepara con limones de pica?. ¡Claro señorita!, soy iquiqueña de tomo y lomo, soy del barrio El Morro y sé de lo que estoy hablando.
Ya no son carpas aisladas en esta lejana playa, son campamentos que aúnan a grupos familiares que vienen por años en estas fechas. En noviembre comienza el proceso de marcación del territorio, asegurar el latifundio impide la invasión de cualquier intruso.
La noche es joven repite mi papá y mis pies se mueven sin cesar con las notas de la fiesta de la carpa rosa .Las burbujas del pisco sour danzan como luciérnagas en mi cabeza. Me acomodo suavemente en una roca, la estela de la luna florece los encantos de ese amor de niña que aún vive dulcemente en mi memoria. El vaivén de las olas aquieta la nostalgia y baja la temperatura, avisándome que es menester abrigarme y vivir el manto del omnipresente. Un hoy incierto, por que aún lo recuerdo , tanto como las noches oscuras bajo el sonido suave del mar, el canto de las aves y
el crepitar de una fogata.
Es la vida de un nortino, deslizándose descalzo entre una carpa y otra, buscando un chope para conquistar un roquerío, tirar la lienza y capturar una cabrilla, preparar un perol con ardiente limón, adobar un trozo de carne o preparar una tina de agua para jugar a la chaya y despedir el verano hasta el próximo año.
Sonia Pereira Torrico
